El pasado sábado se publicó en Babelia un artículo de fondo dedicado a la literatura juvenil, en el que, bajo el lema "A la conquista de los lectores perdidos", varios escritores y expertos exponían sus propuestas para que los niños no dejen de leer cuando se hacen mayores. Los escritores consultados son conocidos de todos: tres nacionales, Elvira Lindo, Laura Gallego y Jordi Sierra i Fabra; uno internacional, Cornelia Funke. El experto, el sociólogo de la Universidad Complutense Rafael Feito.
De algunas de sus opiniones, me gustaría comentar lo siguente. Todos coinciden en que a partir de los 13 años, los niños, que ya no son tan niños, dejan de leer, o leen menos de lo que era habitual en ellos. Esto preocupa a los escritores, que concienciados de la necesidad del fomento a la lectura, nos recuerdan a lectores y a no lectores que "el principal fin de la lectura no debe ser el didáctico, sino el propio placer de leer". Por si no nos había quedado claro, más adelante alguno subraya: "La lectura es un valor en sí misma".
A aquellos jóvenes que abandonan sus lecturas infantiles o que, tras sus primeros coqueteos frustrados con los libros no-de-texto, no llegan a convertirse en lectores frecuentes, estos escritores los denominan "lectores perdidos". Pero, ¿perdidos para quién?
Me confieso un defensor acérrimo de la lectura y de los libros, pero reconozco que sentencias como las que descubro en este artículo me suscitan cierta reserva, y confirman lo que alguno ya ha denominado la dictadura de la lectura y la sacralización del libro. Fundamentar una campaña de fomento de la lectura en la máxima "la lectura es un placer y es un valor en sí misma" no creo que resulte práctica: podrá ser entendida por los lectores frecuentes, pero un lector infrecuente (no creo que exista un no-lector puro) no entenderá nada, precisamente porque su dificultad estriba en comprender que eso tan hostil para él como es un libro pueda darle ningún placer. Recupero aquí una reflexión de Joaquín Rodríguez que vertió en su blog y que ahora recoge su libro: "los libros, para los no lectores, para los que no disponen de las competencias necesarias, son objetos inaccesibles, indeseables por tanto y, por ende, también, los espacios donde se reúnen y se amontonan, las librerías".
Como en todo, hay que buscar culpables, y los escritores entrevistados consideran que la razón por la que los jóvenes no leen es por la "explosión hormonal". "El cuerpo está demasiado ocupado en otras cosas". Sin entrar a analizar este flagrante dualismo antropológico, lo que sorpende de este tipo de análisis es su simpleza, su tosquedad y, por desgracia, reflejan un tópico muy manido. De la hormona adolescente parecen sacar muy buen partido los responsables de marketing de empresas fabricantes de condones y compresas, pero parece que no ocurre lo mismo con el mundo literario y editorial.
Hace unos días leía en el blog de Roger Michelena las reflexiones de Juan Domingo Argüelles sobre el placer de la lectura. No puedo sino estar de acuerdo con él en que la lectura me genera un profundo y en ocasiones intenso placer, pero habrá que entender que nos referimos a una meta, a un punto de llegada. El lector infrecuente no puede partir de una experiencia que aún no posee. Tenemos, por tanto, que imaginar otras estrategias para acceder a este joven, para ser capaces de transmitirle las virtudes de la lectura y el cacareado placer que nos produce a los lectores frecuentes.
Es el turno del sociólogo, que a la explosión hormonal suma la falta de tiempo de los estudiantes, que, junto al estudio y las actividades extraescolares, se reparte con el uso de la televisión. Hace unos días se han publicado las cifras del consumo de televisión en 2008, con una marca histórica de 227 minutos diarios. Lo curioso es que el porcentaje de consumo de televisión en niños entre 4 y 12 años a aumentado en 4 puntos, mientras que en la franga comprendida entre 13 y 24 ha descendido en 2 puntos (deberíamos cruzar estos datos con los del Barómetro de hábitos de lectura y compra de libros elaborado por Conecta para la FGEE). Obviamente no todo es televisión para un chaval de 13 años, y el uso de Internet en esas edades está aumentando considerablemente. De todas formas, el "gran obstáculo", según escritores y experto, para que los chicos se "enganchen" a la lectura está en la escuela y en sus "lecturas obligatorias", cuando según los datos del Barómetro "el 97,4 % de los niños afirma que en su colegio sus profesores les animan a leer". Quizá haya que pedir cuentas al Ministerio de Educación, y no a los profesores. De todas formas, los escritores entrevistados por Babelia subrayan la necesidad de prescindir de los "clásicos", llenos de polvo, para sustituirlos en los planes de estudio por lecturas más "atractivas" para los chicos. Alegan para ello que un 60% de los jóvenes lee los libros "que ellos mismos han elegido" (se refiere, obviamente, a sus lecturas no-de-texto o extraescolares). Aunque alguna opinión discrepa y, más prudente, propone combinar clásicos con populares, los argumentos esgrimidos por los entrevistados ya no sé si rayan en la ingenuidad o en el cinismo. Son autores, precisamente, de los best sellers juveniles más conocidos en España, algunos con cifras millonarias de facturación, y precisamente también, en plantilla de algunos de los grupos editoriales más importantes del país, como SM y Alfaguara. Sus libros, tan populares entre los jóvenes, no sólo han sido objeto de agresivas campañas de marketing, sino que en muchos colegios están prescritos como lecturas recomendadas o incluso obligatorias. El fomento de la lectura -apoyado en la prescripción institucional- es un gran negocio para algunos, un gran mercado que no puede permitirse dejar escapar a "lectores perdidos".
Más allá de buscar culpables, y trascendiendo los argumentos torpes esgrimidos, el fomento de la lectura entre nuestros jóvenes pasa, no obstante, por la implicación de otros actores sociales, que son directamente responsables de que nuestros jóvenes no se animen a leer. El primero la familia, no sólo los padres, sino el entorno familiar, que sin el ejemplo lector, difícilmente puede hacer atractivo al joven la lectura. Es alarmante el dato que refleja el Informe anual de audiencias del aumento en 7 puntos del consumo de televisión en los adultos en edades comprendidas entre los 45 y 64 años, el más alto por grupo de edades. Un segundo actor implicado es el editor: los editores son responsables directos de la falta de interés por la lectura: sus prácticas comerciales son agresivas y abrasivas; su asesoramiento es casi inexistente en psicología del desarrollo a la hora de ajustar contenidos y perfilar los aspectos formales (tipos y cuerpos de letra, interlineados..-) de los libros de su programación editorial, en función de los grupos de edades; el peso de los argumentos comerciales y financieros es determinante a la hora de elaborar su catálogo editorial, de tal manera que el número de ejemplares vendidos en otros países es la razón por la que se decide contratar un título o el argumento esgrimido para dictaminar un veredicto sobre la calidad del mismo. Finalmente, el tercer actor implicado es el librero: sin el librero prescriptor, sin el librero animador a la lectura, las librerías seguirán siendo esos lugares siniestros para los jóvenes. En ese sentido, la labor que están realizando entidades como la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, con su plataforma S.O.L., el trabajo de libreros agrupados como el caso del Club Kirico, o de libreros en solitario como El Dragón lector son dignos de reconocimiento. Que sean ejemplo de lo que padres y maestros podemos y debemos hacer para fomentar el hábito de la lectura entre nuestros hijos y alumnos. Pero para eso, que nos pillen con un libro en la mano, claro.
A aquellos jóvenes que abandonan sus lecturas infantiles o que, tras sus primeros coqueteos frustrados con los libros no-de-texto, no llegan a convertirse en lectores frecuentes, estos escritores los denominan "lectores perdidos". Pero, ¿perdidos para quién?
Me confieso un defensor acérrimo de la lectura y de los libros, pero reconozco que sentencias como las que descubro en este artículo me suscitan cierta reserva, y confirman lo que alguno ya ha denominado la dictadura de la lectura y la sacralización del libro. Fundamentar una campaña de fomento de la lectura en la máxima "la lectura es un placer y es un valor en sí misma" no creo que resulte práctica: podrá ser entendida por los lectores frecuentes, pero un lector infrecuente (no creo que exista un no-lector puro) no entenderá nada, precisamente porque su dificultad estriba en comprender que eso tan hostil para él como es un libro pueda darle ningún placer. Recupero aquí una reflexión de Joaquín Rodríguez que vertió en su blog y que ahora recoge su libro: "los libros, para los no lectores, para los que no disponen de las competencias necesarias, son objetos inaccesibles, indeseables por tanto y, por ende, también, los espacios donde se reúnen y se amontonan, las librerías".
Como en todo, hay que buscar culpables, y los escritores entrevistados consideran que la razón por la que los jóvenes no leen es por la "explosión hormonal". "El cuerpo está demasiado ocupado en otras cosas". Sin entrar a analizar este flagrante dualismo antropológico, lo que sorpende de este tipo de análisis es su simpleza, su tosquedad y, por desgracia, reflejan un tópico muy manido. De la hormona adolescente parecen sacar muy buen partido los responsables de marketing de empresas fabricantes de condones y compresas, pero parece que no ocurre lo mismo con el mundo literario y editorial.
Hace unos días leía en el blog de Roger Michelena las reflexiones de Juan Domingo Argüelles sobre el placer de la lectura. No puedo sino estar de acuerdo con él en que la lectura me genera un profundo y en ocasiones intenso placer, pero habrá que entender que nos referimos a una meta, a un punto de llegada. El lector infrecuente no puede partir de una experiencia que aún no posee. Tenemos, por tanto, que imaginar otras estrategias para acceder a este joven, para ser capaces de transmitirle las virtudes de la lectura y el cacareado placer que nos produce a los lectores frecuentes.
Es el turno del sociólogo, que a la explosión hormonal suma la falta de tiempo de los estudiantes, que, junto al estudio y las actividades extraescolares, se reparte con el uso de la televisión. Hace unos días se han publicado las cifras del consumo de televisión en 2008, con una marca histórica de 227 minutos diarios. Lo curioso es que el porcentaje de consumo de televisión en niños entre 4 y 12 años a aumentado en 4 puntos, mientras que en la franga comprendida entre 13 y 24 ha descendido en 2 puntos (deberíamos cruzar estos datos con los del Barómetro de hábitos de lectura y compra de libros elaborado por Conecta para la FGEE). Obviamente no todo es televisión para un chaval de 13 años, y el uso de Internet en esas edades está aumentando considerablemente. De todas formas, el "gran obstáculo", según escritores y experto, para que los chicos se "enganchen" a la lectura está en la escuela y en sus "lecturas obligatorias", cuando según los datos del Barómetro "el 97,4 % de los niños afirma que en su colegio sus profesores les animan a leer". Quizá haya que pedir cuentas al Ministerio de Educación, y no a los profesores. De todas formas, los escritores entrevistados por Babelia subrayan la necesidad de prescindir de los "clásicos", llenos de polvo, para sustituirlos en los planes de estudio por lecturas más "atractivas" para los chicos. Alegan para ello que un 60% de los jóvenes lee los libros "que ellos mismos han elegido" (se refiere, obviamente, a sus lecturas no-de-texto o extraescolares). Aunque alguna opinión discrepa y, más prudente, propone combinar clásicos con populares, los argumentos esgrimidos por los entrevistados ya no sé si rayan en la ingenuidad o en el cinismo. Son autores, precisamente, de los best sellers juveniles más conocidos en España, algunos con cifras millonarias de facturación, y precisamente también, en plantilla de algunos de los grupos editoriales más importantes del país, como SM y Alfaguara. Sus libros, tan populares entre los jóvenes, no sólo han sido objeto de agresivas campañas de marketing, sino que en muchos colegios están prescritos como lecturas recomendadas o incluso obligatorias. El fomento de la lectura -apoyado en la prescripción institucional- es un gran negocio para algunos, un gran mercado que no puede permitirse dejar escapar a "lectores perdidos".
Más allá de buscar culpables, y trascendiendo los argumentos torpes esgrimidos, el fomento de la lectura entre nuestros jóvenes pasa, no obstante, por la implicación de otros actores sociales, que son directamente responsables de que nuestros jóvenes no se animen a leer. El primero la familia, no sólo los padres, sino el entorno familiar, que sin el ejemplo lector, difícilmente puede hacer atractivo al joven la lectura. Es alarmante el dato que refleja el Informe anual de audiencias del aumento en 7 puntos del consumo de televisión en los adultos en edades comprendidas entre los 45 y 64 años, el más alto por grupo de edades. Un segundo actor implicado es el editor: los editores son responsables directos de la falta de interés por la lectura: sus prácticas comerciales son agresivas y abrasivas; su asesoramiento es casi inexistente en psicología del desarrollo a la hora de ajustar contenidos y perfilar los aspectos formales (tipos y cuerpos de letra, interlineados..-) de los libros de su programación editorial, en función de los grupos de edades; el peso de los argumentos comerciales y financieros es determinante a la hora de elaborar su catálogo editorial, de tal manera que el número de ejemplares vendidos en otros países es la razón por la que se decide contratar un título o el argumento esgrimido para dictaminar un veredicto sobre la calidad del mismo. Finalmente, el tercer actor implicado es el librero: sin el librero prescriptor, sin el librero animador a la lectura, las librerías seguirán siendo esos lugares siniestros para los jóvenes. En ese sentido, la labor que están realizando entidades como la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, con su plataforma S.O.L., el trabajo de libreros agrupados como el caso del Club Kirico, o de libreros en solitario como El Dragón lector son dignos de reconocimiento. Que sean ejemplo de lo que padres y maestros podemos y debemos hacer para fomentar el hábito de la lectura entre nuestros hijos y alumnos. Pero para eso, que nos pillen con un libro en la mano, claro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario