sábado, 28 de febrero de 2009

El oficio de librero

Dos son las lecciones que he sacado después de leer varias veces las cartas entre Helen y Frank, que desmitifican el a veces hermético y estático amor a los libros y a la lectura en general. Una de ellas es revolucionaria: hay libros buenos y libros malos; los libros buenos se conservan en nuestra biblioteca personal; los libros malos, no se terminan de leer y, simplemente, se tiran. Es más: es muy recomendable hacer "limpiezas" periódicas en nuestras bibliotecas personales, para estar seguros de que lo que conservamos, merece la pena.
No menos revolucionaria -chocante con la mentalidad mercantilista que rodea hoy día el mundo o la industria del libro, en España y en el mundo occidental- es su acercamiento al libro: Helen no lee libros que al menos no tengan ya un tiempo, una intrahistoria. De hecho, Helen no busca sus libros en librerías de nuevo, sino de viejo, y ni siquiera los solicita en su ciudad, sino a un librero de libros antiguos que está en otro país (¡en otro continente!) ¡Y sin internet! La historia de estos dos enamorados de los buenos libros -una compulsiva lectora, ella, un librero profesional, que raya lo sublime, él- nos guarda otras sorpresas.
No dejen de tomar nota a los libros que Helen solicita, entre ellos figura alguna joya -por desgracia sin traducción, aún, al español. La paradoja del mercado: un libro que aboga por la lectura selectiva, comprensiva y comprometida, por la lectura personal, un libro que defiende el oficio, profesional y artesano a la vez, del librero tradicional, y que luchó con dignidad hace un tiempo ya en la mesa de novedades de las cadenas de librerías y hasta en las secciones de libros de las grandes superficies del país, que ahora más que nunca están saturadas de los "demasiados libros" (Gabriel Zaid), cutres y memos. En fin, un claro en el bosque de la mediocridad.
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84, Charing Cross Road, Helene Hanff, Anagrama, 2002.

sábado, 21 de febrero de 2009

Encuentro del judío Zweig con el viejo Montaigne

"Podemos lamentar no vivir en tiempos mejores, pero no podemos huir del presente".
Esta demoledora reflexión, con la que he topado estos días, no la he encontrado en ningún periódico de tirada nacional, en el discurso soporífero de ningún político; tampoco la he descubierto en boca de ningún sociólogo de turno, mediático, maquillador y cantarín; ni por asomo la he rescatado de ningún anuncio de paparruchas con los que nos bombardea la caja tonta. Este pensamiento, arrojado como una piedra contra el cristal de las apariencias, produce un duro impacto en nuestra conciencia, que despierta como de un sueño apelmazante e hipnótico, en una llamada a la reflexión y a la esperanza. Pero la sentencia de marras no fue escrita precisamente ayer, sino hace ya cinco siglos, por este ahora rescatado en librerías pensador francés, Montaigne, gracias al buen hacer de Jaume Vallcorba y su siempre impecable Acantilado.
Esta sentencia, que nos obliga a situarnos erguidos ante ella para recibir su impacto y su verdad, supuso también un reto personal y biográfico para Stephan Zweig que, en 1942, en su exilio brasileño, se enfrentó a los Ensayos de Montaigne. Pero no como un simple ejercicio literario, sino poniendo en juego mucho más que su intelecto y su buen hacer narrativo: el sentido de su propia vida. Montaigne le arroja también un guante, y Zweig no se arredra, y responde: "uno vive en su propio siglo, aunque no quiera". El autor austriaco ha sido desposeido de su país, de su lengua, de su identidad, de sus amigos, pero no de su capacidad de reflexión y de su voluntad.
1942: el mundo vive una confraglación inabarcable, que nuestra torpe estadística y bibliografía conmemorativa no puede siquiera asumir, sentir, imaginar. De los totalitarismos, de la guerra mundial, del holocausto, de la Shoah... ¿qué nos queda? ¿Qué nos llega? ¿Qué nos toca, el corazón y la inteligencia? Compramos como borregos el best seller de rayas y asistimos emocionados como ladrillos al estreno de la valquiria millonaria... ¿Qué nos jugamos? Nada.
Zweig sufrió la dictadura, la persecución, el exilio, pero su gran reto lo encontró entre las reflexiones de este pensador francés que le interpelaba desde cinco siglos atrás. "Ni siquiera encerrada, el alma puede descansar cuando el país se agita. A través de los muros y las ventanas sentimos las vibraciones de la época; nos podemos permitir una paussa, pero no podemos eludirlas del todo".
A pesar de la distancia y el exilio, Zweig lucha, contra la tiranía y la sinrazón, contra "los dictadores del espíritu que, con arrogancia y vanidad, querían imponer al mundo sus novedades y para quienes la sangre de cientos de miles de hombres nada importaba, con tal de salir victoriosos". La lucha que mantuvo Montaigne la hace suya Zweig, quien ahora, a los que le leemos, nos pasa el testigo. Zweig nos recuerda que Montaigne, "desde lo más profundo de su alma, odiaba a los reformadores profesionales del mundo, a los teóricos y expendedores de ideologías". Han pasado ahora más de sesenta años de estas reflexiones, y el mensaje de Zweig sigue latiendo en nuestras conciencias, para aquellos que creemos en la libertad. Para el austriaco, a pocos meses de su suicidio, Montaigne libró una lucha "por conservar la libertad interior, quizá la lucha más consciente y tenaz que jamás ha librado el hombre".
Sus libros, su obra, sus reflexiones, siguen vivas en nuestras manos, afortunados lectores que disfrutamos con ellas, pero tras estos sus libros late su espíritu y su grito, su llamada una vez más contra las tiranías, las demagogias, las ideologías totalitarias, que siguen presentes en nuestro mundo, con su puño agarrotando nuestras conciencias y nuestra libertad. "Sólo aquel que se mantiene libre frente a todo y a todos, conserva y aumenta la libertad en la tierra". Montaigne late con más fuerza aún en este libro de Zweig, que nos recuerda que lo más difícil del mundo es "vivirse a sí mismo, ser libre y serlo cada vez más".
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Stephan Zweig, Montaigne, Acantilado, 2008.

viernes, 13 de febrero de 2009

Del qué al quién: Aproximaciones personalistas al oficio de editor

Permítanme compartir con usted una idea: ningún niño quiere ser editor de mayor. Es más, si le preguntamos, no tendrá una idea muy clara de en qué consiste este trabajo, y desde luego, no sabrá que los que nos dedicamos a esto de los libros lo valoramos no en términos de empleo –siempre mal remunerado– sino en términos de tarea y oficio, en definitiva, de vocación. Aún así, el niño con el que hablamos no tendrá muy claro si somos escritores –ya que "hacemos" los libros– o imprenteros –ya que "fabricamos" los libros–. Difícil tarea la del editor, que tiene que dar cuenta, cada día, de las razones de su oficio.
Mi llamada a los libros es tardía. En mis lecturas universitarias logré alcanzar al menos esta certeza: que no soy un tigre y que, por lo tanto, todo lo tengo por hacer, incluso yo mismo. Con los años, aprendí que, puesto que no soy un ángel, no puedo mirar constantemente hacia atrás para lograr dotar de sentido a mi quehacer diario, que muchas veces aparece como una ciudad en ruinas, con tintes apocalípticos. Es más, gracias al maestro Marías, descubrí con cierto alivio, que toda trayectoria vital, personal, tiene su razón de ser en la dirección a la que apunta, y no en la coyuntura vectorial y puntual –siempre biográfica– de la que parte.
Y embargado de ilusión, que no iluso, emprendí hace unos años una nueva trayectoria (¿acaso hay nuevas trayectorias en una vida que se sabe llamada a la autenticidad?, ¿acaso no parten todas de esa realidad radical que es mi vida? ¿acaso no son todas ellas personales?). Esta trayectoria, la de editor, venía a completar otra iniciada, nunca por azar, hacía ya años: la de librero. Un editor que ha sido librero tiene una perspectiva muy peculiar de su oficio: Sabiendo que todo hombre es futurizo, cuánto más este oficio que vive por y para el futuro, no para el presente ni para el pasado. ¿En qué consiste ese futuro? ¿Podemos intuirlo en clave personalista?
Uno de mis maestros en la edición, el italiano Giulio Einaudi, me dio la pista hace años de por dónde habría de trazar la línea de mi trayectoria editorial. Su distinción entre "edición-no" y "edición-sí" supuso todo un descubrimiento para mí. Según Einaudi, a la "edición-no" le preocupa sólo el hoy, invade las librerías con cientos de ejemplares de la última novedad que considera vendible, por frívola que sea. Soporta devoluciones colosales, pero inunda los mostradores de los libreros haciéndoles la vida sumamente difícil. La "edición-sí", en cambio, no publica a ciegas, responde a la edición cultural, trata de englobar cada título en un programa innovador, de que sea una revelación mental, grande o pequeña, la apertura de un nuevo mundo, por minúsculo que sea.
Me permitirán ustedes que marque aquí una línea, que a veces no parece muy clara, entre las dos maneras de afrontar la labor editorial, que responden a la inevitable condición bifronte del libro como mercancía de consumo, por un lado, y objeto cultural, por otro.
La "edición-no" responde a una lógica mercantilista y de rentabilidad que toda editorial tiene y ha de tener en tanto que empresa con ánimo de lucro, algo legítimo en todo empresario que, como persona siempre está por hacer, pero que tiene que comer todos los días. En ese sentido, la "edición-no" responde a la edición de consumo, que aunque puede llevar a cabo una labor de cierta calidad, en contenido y forma, publica sin embargo cualquier cosa que tenga una posibilidad de venta. Su aspiración es la novedad de hoy –que deja de serlo mañana–, la compra por impulso y el best-seller. Para la "edición-no" lo que importa es el mercado de masas, la rentabilidad de cada proyecto, el retorno de la inversión. Los libros son puras mercancías, puros objetos de consumo, analizables en términos estadísticos, volumétricos, algo que responde a kilos y metros cúbicos. Y en definitiva, algo que tiene su razón de ser en los ejemplares vendidos. Estamos en el reino del "qué", donde la finalidad de toda la tarea empresarial es la cuenta de resultados. Y el "qué" de la "edición-no" no deja de ser el "producto" de mercado que pretende vender.
La "edición-sí", en cambio, tiene otro horizonte de sentido. Para Einaudi ésta aspira a lo nuevo, que no a la novedad. Su condición es aventurera, descubridora, oteadora, y en ese sentido, reflexiva, paciente, en definitiva, alciónica. Toda "edición-sí" tiene un marcada vocación de "aggiornamiento" y vertebra su labor en un ligero pero resistente esqueleto, el catálogo, donde diseña y perfila las trayectorias de dicha empresa, sus colecciones, que se alimentan a base de sangre, sudor y lágrimas. Las exigencias del editor-sí con su catálogo vienen determinadas por la vocación a la autenticidad, a la singularidad del proyecto editorial soñado e imaginado por el editor. Por tanto, mientras que las tiradas, por ejemplo, en la "edición-no" vienen supeditadas a las exigencias del editor, que posiciona su "producto" en un mercado de masas, al que quiere llegar intensiva y extensivamente, las de la "edición-sí" vienen calibradas por las exigencias del lector, destinatario final de la labor del editor, lector auténtico y fiel, al que el "editor-sí" conoce bien y al que se dirige selectivamente.
Asistimos aquí, pues, al giro personalista de la edición, del "qué" al "quién", del "mercado" al "lector", o, en términos de marketing, del "producto" al "cliente". Si todo libro es un Jano bifronte, todo editor no deja de ser también un trabajador que ha de reconciliar su labor cultural con su actividad empresarial. No obstante, no podemos caer en el dualismo antropológico y erigir al editor en una especie de apóstol de la edición y de la cultura, que viene a redimir a las masas de su incultura y analfabetismo crónico. El "editor-sí", sin renunciar a su vocación y a su proyecto, su catálogo, vertebrará su labor, de forma estratégica, decidiendo muy bien a qué mercado quiere dirigir su oferta. Porque no hay un solo mercado, sino que el de los libros es un mercado de mercados, o como a los economistas les gusta señalar, de nichos. Evitando el maniqueísmo, respeto la tarea llevaba a cabo por el "editor-no", pero no me puedo identificar con él. Mi vocación, que descubro y confirmo cada día, tiene su dirección marcada no hacia la masa del mercado, sino hacia el lector concreto.
Como me recordaba hace poco un teórico de la economía long-tail (larga cola), el consumidor-medio, en este caso, el lector/comprador-medio no existe, es una entelequia pergeñada por financieros y economistas. Cuando edito he de pensar, pues, en un lector concreto, en una persona, y en las motivaciones que le pueden llevar a elegir mi libro de entre los muchos, cientos, que se exhiben en una mesa de novedades o, la mayoría de las veces, en el estante de la sección correspondiente, con suerte localizable por orden alfabético de autor (apellido, por favor), o por título (inencontrable). Entender mi profesión, pues, en clave personalista, me hace descubrir, no sin cierta tristeza, que el resultado de mi tarea no es la de fabricar nada, sino la de producir, provocar y alentar un encuentro, el del lector con mi libro.
Pero ojo, ya que estamos en clave personalista, el libro tampoco es un qué, sino un quién. El encuentro, al que el editor nunca asiste, no es el del lector con una cosa. No podemos sacralizar al objeto libro, dotándolo de ciertos poderes o de un carácter ontológico que no posee. Eso es beatería del libro, sacralización profana de un objeto destinado a no brillar por sí mismo. Al igual que el editor, el libro ha de llegar a hacerse invisible en el encuentro del lector con el contenido que late tras cada palabra, línea, párrafo y página. Si en la lectura el lector topa y se hace consciente del tipo de letra, del interlineado, del gramaje del papel y del tipo de encuadernación, el libro se hace patente por encima de su contenido, y el editor adquiere un protagonismo al que nunca está llamado. Querido editor: en esta película, el protagonista no eres tú.
Hablaremos, pues, del encuentro entre el lector y el libro en términos de comunión de personas, en tanto que el primero empatiza y se deja deslumbrar –como en todo encuentro personal– por lo que el autor del segundo quiso transmitirle. A ese encuentro el editor nunca asistirá, es un momento íntimo, irrepetible, intransferible. El editor sabrá que su misión está cumplida y que ese encuentro se ha producido cuando, pasados los meses y los años, paseando por sus almacenes, descubra con satisfacción que el volumen de ejemplares de la edición de este último libro, "El vuelo del Alción", se ha reducido considerablemente o, en el mejor de los casos, en el lugar que ocupaba el palet, tan sólo queda una pegatina que recordaba el título y el código de barras de referencia de un libro del que ya no quedan ejemplares.

lunes, 9 de febrero de 2009

La locura de los libros

El protagonista de esta historia reúne la triple condición del desplazado, el outsider y el sospechoso, o en otras palabras, el ser ruso –en un Imperio astrohúngaro que se desploma y se refugia en discursos nacionalistas; el ser judío –en un país cargado de antisemitismo xenófobo; y el vivir sin papeles, porque conrideraba que no los necesitaba. Mendel es un hombre de libros, que no se mete con nadie, y que lleva una vida apacible, cabalística y solitaria, que un buen día se vuelve un elemento peligroso para el sistema. Porque lo que le hace culpable de lesa majestad es confraternizar con el enemigo declarado por medio de una aparentemente inofensiva correspondencia, que a ojos del aparato del Estado, se vuelve como menos sopechosa. Mendel cobra realidad para el sistema totalitario precisamente cuando éste lo despersonaliza y lo reduce a individuo que realiza actividades antipatrióticas. Como nos apunta Villoro, "la frontera es la línea donde la identidad vale menos que su representación". Y efectivamente, escritores de frontera como fueron Walter Benjamin, Joseph Roth o el propio Stephan Zweig, por su prosa militante, de denuncia, se convierten en escritores de frontera, individuos perseguidos por un sistema totalitario que los quiere silenciar, precisamente por lo que representan. Mendel, al igual que su creador, es una persona singular, peligrosa para el funcionario de turno, porque es único e irrepetible, y en ese sentido, impredecible y amenazante: "Todo lo que es único –nos dice Zweig– resulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada vez más uniforme". El sistema totalitario, léase el nazismo o la sociedad de consumo, se lleva mal con las singularidades, con las personas, con la autenticidad. Uno y otro prefieren el trato con la masa, con el consumidor, con las tendencias de mercado. El nazismo envió a las cámaras de gas a aquellos que no se adaptaban a su modelo de sociedad; el capitalismo neoliberal y la sociedad de mercado nos integran a todos en una sociedad que encuentra el sentido de la vida en el consumo. Ahora más que nunca se nos plantea a cada uno de nosotros la pregunta por el sentido de nuestra vida. Todos somos Mendel, de alguna manera, y hemos de preguntarnos: "¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?". La locura de los libros de Alonso Quijano le hace lúcido; en cambio, a Mendel, cuando le quitan sus libros, su pérdida le lleva a la locura y a la idiocia, al definitivo olvido de sí y de su mundo; y lo más sangrante, le devuelve, con su cara desencajada, a modo de espejo, la imagen de irracionalidad que el propio estado totalitario oculta tras sus reflejos de orden y jerarquía. Mendel, el de los libros, pierde su sentido, su razón y su vida, precisamente cuando le quitan sus libros, su único canal de comunicación con sus semejantes, en un mundo que ha perdido su capacidad de diálogo y encuentro con el otro. Zweig, al final de su relato, hace un llamamiento a la deseperada: "Los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido". La lectura sigue siendo revolucionaria y sospechosa, porque nos pone en el disparadero de salir de nosotros mismos para descubrir, asombrarnos y encontrarnos con el otro que no soy yo, contigo.
Stephan Zweig, Mendel el de los libros. Acantilado, 2009. Traducción de Berta Vias Mahou. 64 pp. 9 €