viernes, 27 de noviembre de 2009

El olvido de Auschwitz y la importancia de la memoria

Estos días se ha publicado uno de los testimonios más sobrecogedores de una de las miles de víctimas que la Gestapo condenó al sufrimiento y, aparentemente, al olvido: el Diario de Petter Moen, publicado por Veintisiete Letras. La lectura atenta y lenta (es imposible sobrevolar unas páginas en las que cada palabra, al igual que el clavo con las que originariamente se escribió, se graba en nuestra conciencia) de este Diario nos hace ser testigos lectores de esta bajada a los infiernos de un torturado por la irracionalidad y la barbarie de los nazis.



La lectura de este testimonio se convierte en un ejercicio moral, en un compromiso con que este Diario no quede ya en el olvido de los "nuestros", aquellos más cercanos a los que irremediablemente les prestaremos o recomendaremos la lectura de este testimonio, que por su singularidad y crudeza, es obligado rescatar y atesorar en nuestro recuerdo y reflexión. Lectura comprometida que subvierte corazones y adiestra conciencias, a las que alerta del peligro del olvido, de la injusticia de la memoria laxa.


Reyes Mate, reciente Premio Nacional de Ensayo por su La herencia del olvido (Errata naturae, 2009), ya apuntaba hace unos años del problema de la memoria, su debilidad extrema. Tanta que, hasta ese acontecimiento radical, hecho singular, único, que es la Shoa, el Holocausto, figura de la barbarie extrema, sigue aún siendo desconocido hasta ahora en su maldad. Cientos de libros se han publicado y traducido ya al español de un acontecimiento que aún nos desconcierta y del que nos resulta extraer una pauta de comportamiento hacia el futuro, una transformación de corazones, un despertar de la conciencia.

Libros como el de Moen son un potente despertador de esa conciencia y ese compromiso con la memoria. Para Mate, en su libro Por los campos de exterminio, la esencia del olvido consiste en declarar insignificante para el conocimiento la "historia passionis" de la realidad (como es el caso de Moen). Por tanto, la memoria no es fundamentalmente un recuerdo del pasado, sino el reconocimiento de esa parte olvidada de la historia, la de las víctimas, la del sufrimiento de los torturados, como parte de la realidad.





Para Mate, olvidamos el sufrimiento porque entendemos que no es significativo a la hora de comprender la realidad. Cuando tropezamos con el sufrimiento, en esta sociedad superficial y consumista, giramos la cabeza, cambiamos de tema, tomamos un analgésico. El dolor y el sufrimiento lo desterramos al olvido más aséptico posible, le condenamos al zapping, subimos el volumen de nuestro automático hilo musical, lleno de decibelios sensibleros.



Para Mate hay que sobreponerse a esta sensiblería. Testimonios como el de Moen nos golpean la conciencia, nos despiertan del sueño del olvido, Leteo mórbido, y nos ayudan a resituar el sufrimiento en nuestra propia vida, considerándolo como un momento de la realidad. Esa es, concluye Mate, la obra de la memoria: "recordar es reconocer que el sufrimiento forma parte de la realidad; que la realidad no es sólo lo presente, sino también lo ausente".

Entonces, ¿cuál es la lección de Auschwizt? Que de la realidad forma parte un lado oscuro, invisible, una historia de sufrimiento. El olvido supone una condena mantenida en el tiempo contra las víctimas. La memoria, como compromiso moral, no supone recordar el tiempo pasado sino traer al presente, el reconocer la vigencia del pasado marginado, del pasado de los perdedores.

La memoria se erige así en equivalente de la justicia. La lectura de libros como el Diario de Moen se transforman así en un acto de justicia.

jueves, 5 de noviembre de 2009

A vueltas con el oficio de editor

Estos días he recalado en la lectura de una de esas perlas editoriales que de vez en cuando se encuentra uno paseando de librerías. Esos paseos, marcados por lo impredecible, llegan a ser fructíferos si uno está dispuesto con ánimo aventurero, y con los sentidos atentos a cualquier mínimo detalle que le ponga en la pista de una buena cacería.
El flâneur, amigo de lo anecdótico, lo mínimo, el detalle, lo imprevisto, los recobecos, la dirección única, los encuentros fortuitos, no está reñido con el espíritu despierto, con la mirada atenta, con la sensibilidad a los dedos, a la caza de una cubierta llamativa (cada vez más difíciles de encontrar), un texo de contra sugerente (rara avis más difícil aún), un índice, si lo hay, convincente, y una mínima cata lectora fructífera, gratificante.


Mucha incursiones de paseante errático en busca de lectura me hacen recalar en mis caladeros habituales en Madrid: Rafael Alberti, Pasajes, Polifemo, Machado... En uno de mis desvíos por librerías -uno siempre anda de desvíos por la vida, intentando retomar las distintas trayectorias perdidas- calló en mis manos una de esas perlas, En defensa de los ociosos, de R.L. Stevenson (Gadir, 2009, en traducción de Carlos García Simón), un librillo de los de compra por impulso, ahí, inocentemente colocado por el librero junto a la caja registradora, esos de los que te percatas justo cuando te estás llendo de la librería con las manos vacías, oportunidad de gracia para todo visitante que no se resiste a marchar con las manos vacías de un lugar (cueva del pensamiento, morada de la imaginación) que, como la librería, nos ha acogido con mino durante varias decenas de minutos.


Ya no tanto por sus páginas, un suspiro, como por su invitación politicamente incorrecta a la gasconada, el librito se deja leer de un tirón, dejando un buen sabor de boca, por lo que tiene de provocador, de contracorriente, de actual, de plantado. Una muestra: "Además de la lectura, hay muchas otras cosas que resultan moletas, y no pocas que se vuelven imposibles, en el momento en que un hombre ha de usar anteojos y no puede caminar ya sin bastón. Los libros son, a su manera, beneficiosos, pero no dejan de ser un pálido sustituto de la vida".

Toda una petición de principios que se ajusta poco con la moralina que destilan tantos planes de fomento a la lectura de muchos gobiernos que se empeñan en hacer de la lectura una especie de religión, de obligación, y que al libro dotan de ciertos poderes mágico-tránticos. La lectura no puede ser un absoluto, sobre todo en una vida, como la nuestra, trasunta de biografía (no toda lectura recala de la misma manera en las distintas etapas de la vida) y marcada por la transitoriedad (nuestro tiempo es finito, y aunque la lectura y los libros nos acercan intuitivamente a la inmortalidad, no dejan también de recordarnos lo efímero de nuestra vida).

Aún así, la lectura de estas líneas me ha hecho reflexionar estos días sobre mi profesión, la de editor, que tiene mucho que ver con lo que insinúa Stevenson, pero a la contra. Para alguien cuya profesión se desenvuelve siempre entre libros y lecturas, entre imprentas y librerías, entre autores y editores, palabra viva que florece en unos para germinar en otros, letra impresa (papeles pintados, dice un buen amigo mío) y vida se funden irremediablemente en un mismo bucle. De tal forma que la profesión se convierte en oficio artesano que al crear (que no fabricar) libros me conforma y rediseña día a día como persona.

Entiendo mi oficio en clave personal, o mejor, personalista. Este oficio se vuelve quehacer de artesano, tiene mucho de proyecto vital, donde lectura y biografía se confunden, donde la edición se vive como vocación, llamada a ser algo distinto que me trasciende, acercamiento diario a algo que se intuye pero que nunca se llega a alcanzar. Lo cual no genera frustración, sino constante necesidad de seguir avanzando, en busca de esa melodía donde palabras y formas se acompasen mejor. Oficio artesano que tiene mucho de orfebre, de cincelador, de escultor, de pintor puntillista.
El de editor es además un oficio personal futurible, en tanto que de forma espectante aborda su quehacer mirando siempre hacia delante, al futuro próximo, puestas sus esperanzas y quebraderos de cabeza en el siguiente libro por venir. El editor no se gira nunca hacia la ruina del pasado, cual Angelus novus, un pasado lleno de sinsabores, duermevelas, devoluciones, fracasos, sino que, con la ilusión de un niño, mira siempre hacia adelante, huyendo de la sal que le petrifique su fuerza vital, su entusiasmo, su idea originaria, esa de la que surge todo y a la que todo regresa.

Hago mías, entonces, las palabras de otro editor, que sabe describir mejor que yo esa fuerza que día a día hace de tripas corazón y me permite seguir, con la misma ilusión que siempre, esta tarea que es vida, este oficio que es pasión, esta condena que es dicha:

"Ser editor no es solamente poseer un savoir faire y el recuerdo de ciertas enseñanzas. Consiste, en primer lugar, en manifestar un "querer hacer", aliado con un querer soñar. Es también en ocasiones un "saber sobrevivir". Digamos más sencillamente que es tener un ápice de esa locura que Bourdalouse llamaba aheurtement, o si se prefiere: ser más obstinado que una mula". Las palabras son de Hubert Nyssen, en su libro La sabiduría del editor, publicado por Trama Editorial, en traducción de A. Cabrera Granados. Me quedo con la idea: editor, oficio de mulas.