jueves, 26 de marzo de 2009

Leer, leerse, leer el mundo

Una de las constantes de los programas de animación a la lectura lanzados en los últimos años por las distintas instituciones públicas y privadas es la de la reivindicación del libro como un objeto semimágico, al que hay que rendirle cierta veneración –ciertamente progresista y atea–, y de la lectura como un fin en sí mismo o como un instrumento para algo. "Leer" siempre aparece entonces acompañado por una carabina, la preposición "para", bajita y contrahecha, que marca una condena pragmatista, inexorable, bola de hierro con cadenas que el lector ha de arrastar en su peregrinar libresco. La lectura queda dignificada, legalizada por tanto, si sirve "para aprender", por ejemplo.

Entre mis manos paladeo estos días el libro de Víctor Bravo, Leer el mundo, que contra este tipo de discursos, reivindica la lectura en su vertiente estética, como una experiencia única e irrepetible. Algunos proclaman la experiencia gozosa del leer, el placer de la lectura, como constatación del ejercicio de la libertad del individuo. De tal manera que, como ya he señalado en anteriores ocasiones, el único lema que debería amparar una campaña de animación a la lectura sería: "si quieres, lee", como bien apunta mi buen amigo Juan Domingo Argüelles. Bravo cimenta metafísicamente el acto radicalmente humano de la lectura, rastreando sus orígenes en la condición o existenciario exclusivo del hombre, "el único animal que mira al cielo": el lenguaje.

"El hombre que habla es, inmediatamente, el hombre que cuenta". La oralidad está en el origen de todo. Y el hombre habla y se cuenta. Somos narradores, pero somos en tanto que somos narrativos, y si quieren, narrables. "La primera condición del lenguaje es la oralidad y el hombre, carne de temporalidad, ser del límite, de la estrechez de lo efímero, hace de lo real el acontecimiento y de su nombrar un contar".

Hablamos, y desbrozamos asombrados al nombrarlo el misterio de lo que tenemos ante nosotros. "Quien lee atiende a la primera apetencia que es la del hombre, la de conocer, pues leer en el libro sobre el mundo deriva en leer el mundo como libro". Al leer, leemos el mundo, y nos leemos/contamos a nosotros mismos. Con todo ello, el lenguaje, según Bravo, adquiere una nueva textura: ya no es aquella "transparencia" que debíamos atravesar para señalar las cosas del mundo; ahora descubrimos que el lenguaje es una "densidad", "una atmósfera donde penetrar, donde sumergirse para la revelación de los enigmas del mundo; y del mundo como enigma".

¿Apetecible, no?


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Víctor Bravo, Leer el mundo: Escritura, lectura y experiencia estética. veintisieteletras, 2009.

jueves, 5 de marzo de 2009

Tras los pasos del paseante: Walser visto por Sebald

El paseante solitario es una bella aproximación a la vida y la obra del escritor suizo Robert Walser (1878-1956). En esta sociedad de lo efímero por no pesado, de la nanotecnología, de las comunidades virtuales, del amor líquido, en definitiva, en esta sociedad líquida -según la peculiar terminología del sociólogo polaco Zygmunt Bauman- Sebald nos invita una vez más a volver los ojos a la escritura apretada y a lápiz de Walser.
Sus microgramas, escritos a lápiz, que embadurnaron cientos de páginas y papelillos, son metáfora líquida para estos tiempos líquidos. En palabras de Sebald, "todo lo que está en estos libros incomparables tiene tendencia, como quizá hubiese dicho su autor, a evaporarse".
Tiempos difíciles los nuestros para el compromiso, para lograr desbrozar nuestra identidad personal; Sebald nos desvela, más allá de la neurosis que llevó a Walser a pasar sus últimos años de vida en el manicomio de Herisau, la identidad líquida de su autor, que se despersonaliza y diluye en su escritura a lápiz.
"Desde el principio sólo estuvo ligado al mundo de la forma más fugaz", apunta Sebald. Walser se convierte así en un referente indiscutible para esta sociedad líquida: "no era un visionario expresionista que profetizara el fin del mundo, sino... un vidente de lo pequeño"; "sus escenas sólo duran un parpadeo y también a las figuras humanas de su obra se les concede la vida más breve". Escritura callada, anónima, "que rehúsa los grandes gestos". Mi invitación: lean a Walser.
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El paseante solitario, W.G. Sebald, Siruela, 2007.

lunes, 2 de marzo de 2009

Mentiras y lágrimas

Esta historia es un pequeño tratado de psicología, o más bien, de moral. De hecho, podríamos decir que está construida sobre un eje que vertebra todo el argumento: la mentira. En esta historia mienten todos los personajes: el señor Kampf, antiguo botones y luego empleado del banco de París, se mueve en sociedad -la sociedad parisina decadente de los títulos nobiliarios y de la alta burguesía dedicada a los negocios- con la apariencia y el aparato de un gran señor, pero debe su fortuna a un golpe de suerte en la Bolsa parisina de los años veinte. La señora Kampf, con el boato de una dama de Corte del siglo XVIII, domina la topografía nobiliaria parisina como si sus orígenes fuesen de noble cuna, cuando no deja de ser una antigua dactilógrafa, que sueña con el amor de su vida, aquel hombre que la eleve a las cotas más sublimes de sensualidad. Antoinette Kampf, la hija del matrimonio, es una adolescente víctima del desamor de sus padres, llena de rencor a toda autoridad castradora, descreída hasta de su Dios, y en ese sentido falta de piedad y amor a nada ni a nadie; llevada por ese odio y por la envidia que le suscita el amor de Betty, rompe y arroja al río las invitaciones para el baile; luego calla y mantiene con su silencio la mentira, por omisión. Mis Betty, la profesora de inglés de Antoinette, no va, como afirma, a correos a enviar las invitaciones, sino que se escapa en un taxi en busca de su primo, que no es tal, sino su amante. Miente la señorita Isabelle, la profesora de piano, alardeando de conocimientos de arte de los que carece y que no son suyos. Por fin, miente el personaje elidido de esta novela: la sociedad parisina de los años veinte, llena del oropel vacuo, presa de las apariencias, víctima de la hipocresía y de la doble moral.
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El baile, Irène Nèmirovsky, Salamandra, 2006.