miércoles, 9 de diciembre de 2009

La vida íntima de los encendedores: Titanic, 2012 y animismo ultramoderno


FIL Guadalajara 2009
30 de noviembre

Presentación del libro: La vida íntima de los encendedores: animismo en la sociedad ultramoderna, de Ignacio Padilla.

Una fría mañana de invierno, de camino a la Facultad de Filosofía, en su rutinario paseo esperado por sus vecinos con una puntualidad nunca traicionada, Manuel Kant encaminaba sus pasos en una nueva meditación, a vueltas con las tres preguntas fundamentales que el ser humano se ha planteado desde que el mundo es mundo: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy? Estamos en Köninsberg, la actual Kaliningrado, en las cercanías de la desembocadura del río Pregel, que desagua en el Lago del Vístula, a tiro de piedra del mar Báltico, a finales del siglo XVIII. El paso firme y meditativo del filósofo no oculta su intensa concentración en estas tres preguntas que en esos años, 1787-1788, se completaban con una cuarta no menos trascendental: ¿qué puedo hacer? Uno de los retos para la mente del filósofo era descubrir los límites de la razón, en definitiva, los límites del yo. El otro era un misterio que se resolvía tendiendo la mano y firmando la paz perpetua. Pero hay otro límite más amenazante: lo otro, el ahí fuera, las cosas, el mundo, el universo. La Ilustración empezaba a ser consciente de y dibujar los límites de la isla donde habita el hombre, y Kant fue uno de sus primeros topógrafos. Treinta años antes, el joven Kant se había asomado a uno de esos límites, esta vez el límite exterior: en 1755 publica su Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, Kant diseñó la hipótesis de la nebulosa protosolar, en donde dedujo correctamente que el Sistema Solar se formó de una gran nube de gas, una nebulosa. Los límites del mundo se hacen gaseosos, efímeros, amenazantes.

***
La helada noche del 14 al 15 de abril de 1912, en aguas de Terranova, con un mar en calma que, sin olas, aparecía como un espejo de líquido negro, el Titanic, el segundo de un trío de transatlánticos, la clase Olympic, que pretendía dominar el negocio de los viajes transoceánicos a principios del siglo XX, navegaba ajeno a la amenaza que se cernía bajo las aguas. El monstruo tecnológico fue diseñado por Thomas Andrews, era una máquina perfecta destinada a revolucionar los viajes transoceánicos, orgullo de la naviera White Star Line. A altas horas de la madrugada, en una inútil maniobra, la máquina no pudo evitar el encontronazo con un iceberg cuyo impacto provocó que placas de estribor se abrieran con 6 brechas diferentes que en total sumaban 5 compartimentos con agua. La máquina poderosa quedó herida mortalmente y el desastre inevitable llegó en apenas unas horas. La todopoderosa ingeniería humana se vio derrotada por primera y traumática vez en el siglo XX, un antecedente del terror que nos produce toda nueva máquina que desafía el poder de la Naturaleza.

Han pasado 100 años: 2012, fuimos advertidos. La Naturaleza sigue latiendo en su misterio amenazante ante nosotros. La nebulosa protosolar imaginada por Kant se revela ya en todo su terror cósmico: el Sol sufre las mayores tormentas solares en la historia de la humanidad, lo que ha ocasionado que los neutrinos empiecen una serie de reacciones físicas que elevarán la temperatura del núcleo de la Tierra. El cosmos late y el hombre tiembla.

***

De cómo el temor ante lo otro, las cosas y el cosmos sigue latente en el caminar diario del hombre, dotando de vida a una naturaleza amenazante, y de cómo a su vez, para evitar la soledad cósmica en la que se siente, el hombre ha estado siempre fascinado por duendes, espíritus, muñecas mecánicas y máquinas relucientes y todopoderosas, nos habla Ignacio Padilla en su libro La vida íntima de los encendedores: animismo en la sociedad ultramoderna.

viernes, 27 de noviembre de 2009

El olvido de Auschwitz y la importancia de la memoria

Estos días se ha publicado uno de los testimonios más sobrecogedores de una de las miles de víctimas que la Gestapo condenó al sufrimiento y, aparentemente, al olvido: el Diario de Petter Moen, publicado por Veintisiete Letras. La lectura atenta y lenta (es imposible sobrevolar unas páginas en las que cada palabra, al igual que el clavo con las que originariamente se escribió, se graba en nuestra conciencia) de este Diario nos hace ser testigos lectores de esta bajada a los infiernos de un torturado por la irracionalidad y la barbarie de los nazis.



La lectura de este testimonio se convierte en un ejercicio moral, en un compromiso con que este Diario no quede ya en el olvido de los "nuestros", aquellos más cercanos a los que irremediablemente les prestaremos o recomendaremos la lectura de este testimonio, que por su singularidad y crudeza, es obligado rescatar y atesorar en nuestro recuerdo y reflexión. Lectura comprometida que subvierte corazones y adiestra conciencias, a las que alerta del peligro del olvido, de la injusticia de la memoria laxa.


Reyes Mate, reciente Premio Nacional de Ensayo por su La herencia del olvido (Errata naturae, 2009), ya apuntaba hace unos años del problema de la memoria, su debilidad extrema. Tanta que, hasta ese acontecimiento radical, hecho singular, único, que es la Shoa, el Holocausto, figura de la barbarie extrema, sigue aún siendo desconocido hasta ahora en su maldad. Cientos de libros se han publicado y traducido ya al español de un acontecimiento que aún nos desconcierta y del que nos resulta extraer una pauta de comportamiento hacia el futuro, una transformación de corazones, un despertar de la conciencia.

Libros como el de Moen son un potente despertador de esa conciencia y ese compromiso con la memoria. Para Mate, en su libro Por los campos de exterminio, la esencia del olvido consiste en declarar insignificante para el conocimiento la "historia passionis" de la realidad (como es el caso de Moen). Por tanto, la memoria no es fundamentalmente un recuerdo del pasado, sino el reconocimiento de esa parte olvidada de la historia, la de las víctimas, la del sufrimiento de los torturados, como parte de la realidad.





Para Mate, olvidamos el sufrimiento porque entendemos que no es significativo a la hora de comprender la realidad. Cuando tropezamos con el sufrimiento, en esta sociedad superficial y consumista, giramos la cabeza, cambiamos de tema, tomamos un analgésico. El dolor y el sufrimiento lo desterramos al olvido más aséptico posible, le condenamos al zapping, subimos el volumen de nuestro automático hilo musical, lleno de decibelios sensibleros.



Para Mate hay que sobreponerse a esta sensiblería. Testimonios como el de Moen nos golpean la conciencia, nos despiertan del sueño del olvido, Leteo mórbido, y nos ayudan a resituar el sufrimiento en nuestra propia vida, considerándolo como un momento de la realidad. Esa es, concluye Mate, la obra de la memoria: "recordar es reconocer que el sufrimiento forma parte de la realidad; que la realidad no es sólo lo presente, sino también lo ausente".

Entonces, ¿cuál es la lección de Auschwizt? Que de la realidad forma parte un lado oscuro, invisible, una historia de sufrimiento. El olvido supone una condena mantenida en el tiempo contra las víctimas. La memoria, como compromiso moral, no supone recordar el tiempo pasado sino traer al presente, el reconocer la vigencia del pasado marginado, del pasado de los perdedores.

La memoria se erige así en equivalente de la justicia. La lectura de libros como el Diario de Moen se transforman así en un acto de justicia.

jueves, 5 de noviembre de 2009

A vueltas con el oficio de editor

Estos días he recalado en la lectura de una de esas perlas editoriales que de vez en cuando se encuentra uno paseando de librerías. Esos paseos, marcados por lo impredecible, llegan a ser fructíferos si uno está dispuesto con ánimo aventurero, y con los sentidos atentos a cualquier mínimo detalle que le ponga en la pista de una buena cacería.
El flâneur, amigo de lo anecdótico, lo mínimo, el detalle, lo imprevisto, los recobecos, la dirección única, los encuentros fortuitos, no está reñido con el espíritu despierto, con la mirada atenta, con la sensibilidad a los dedos, a la caza de una cubierta llamativa (cada vez más difíciles de encontrar), un texo de contra sugerente (rara avis más difícil aún), un índice, si lo hay, convincente, y una mínima cata lectora fructífera, gratificante.


Mucha incursiones de paseante errático en busca de lectura me hacen recalar en mis caladeros habituales en Madrid: Rafael Alberti, Pasajes, Polifemo, Machado... En uno de mis desvíos por librerías -uno siempre anda de desvíos por la vida, intentando retomar las distintas trayectorias perdidas- calló en mis manos una de esas perlas, En defensa de los ociosos, de R.L. Stevenson (Gadir, 2009, en traducción de Carlos García Simón), un librillo de los de compra por impulso, ahí, inocentemente colocado por el librero junto a la caja registradora, esos de los que te percatas justo cuando te estás llendo de la librería con las manos vacías, oportunidad de gracia para todo visitante que no se resiste a marchar con las manos vacías de un lugar (cueva del pensamiento, morada de la imaginación) que, como la librería, nos ha acogido con mino durante varias decenas de minutos.


Ya no tanto por sus páginas, un suspiro, como por su invitación politicamente incorrecta a la gasconada, el librito se deja leer de un tirón, dejando un buen sabor de boca, por lo que tiene de provocador, de contracorriente, de actual, de plantado. Una muestra: "Además de la lectura, hay muchas otras cosas que resultan moletas, y no pocas que se vuelven imposibles, en el momento en que un hombre ha de usar anteojos y no puede caminar ya sin bastón. Los libros son, a su manera, beneficiosos, pero no dejan de ser un pálido sustituto de la vida".

Toda una petición de principios que se ajusta poco con la moralina que destilan tantos planes de fomento a la lectura de muchos gobiernos que se empeñan en hacer de la lectura una especie de religión, de obligación, y que al libro dotan de ciertos poderes mágico-tránticos. La lectura no puede ser un absoluto, sobre todo en una vida, como la nuestra, trasunta de biografía (no toda lectura recala de la misma manera en las distintas etapas de la vida) y marcada por la transitoriedad (nuestro tiempo es finito, y aunque la lectura y los libros nos acercan intuitivamente a la inmortalidad, no dejan también de recordarnos lo efímero de nuestra vida).

Aún así, la lectura de estas líneas me ha hecho reflexionar estos días sobre mi profesión, la de editor, que tiene mucho que ver con lo que insinúa Stevenson, pero a la contra. Para alguien cuya profesión se desenvuelve siempre entre libros y lecturas, entre imprentas y librerías, entre autores y editores, palabra viva que florece en unos para germinar en otros, letra impresa (papeles pintados, dice un buen amigo mío) y vida se funden irremediablemente en un mismo bucle. De tal forma que la profesión se convierte en oficio artesano que al crear (que no fabricar) libros me conforma y rediseña día a día como persona.

Entiendo mi oficio en clave personal, o mejor, personalista. Este oficio se vuelve quehacer de artesano, tiene mucho de proyecto vital, donde lectura y biografía se confunden, donde la edición se vive como vocación, llamada a ser algo distinto que me trasciende, acercamiento diario a algo que se intuye pero que nunca se llega a alcanzar. Lo cual no genera frustración, sino constante necesidad de seguir avanzando, en busca de esa melodía donde palabras y formas se acompasen mejor. Oficio artesano que tiene mucho de orfebre, de cincelador, de escultor, de pintor puntillista.
El de editor es además un oficio personal futurible, en tanto que de forma espectante aborda su quehacer mirando siempre hacia delante, al futuro próximo, puestas sus esperanzas y quebraderos de cabeza en el siguiente libro por venir. El editor no se gira nunca hacia la ruina del pasado, cual Angelus novus, un pasado lleno de sinsabores, duermevelas, devoluciones, fracasos, sino que, con la ilusión de un niño, mira siempre hacia adelante, huyendo de la sal que le petrifique su fuerza vital, su entusiasmo, su idea originaria, esa de la que surge todo y a la que todo regresa.

Hago mías, entonces, las palabras de otro editor, que sabe describir mejor que yo esa fuerza que día a día hace de tripas corazón y me permite seguir, con la misma ilusión que siempre, esta tarea que es vida, este oficio que es pasión, esta condena que es dicha:

"Ser editor no es solamente poseer un savoir faire y el recuerdo de ciertas enseñanzas. Consiste, en primer lugar, en manifestar un "querer hacer", aliado con un querer soñar. Es también en ocasiones un "saber sobrevivir". Digamos más sencillamente que es tener un ápice de esa locura que Bourdalouse llamaba aheurtement, o si se prefiere: ser más obstinado que una mula". Las palabras son de Hubert Nyssen, en su libro La sabiduría del editor, publicado por Trama Editorial, en traducción de A. Cabrera Granados. Me quedo con la idea: editor, oficio de mulas.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Travesía ultramarina a los libros: Juan Domingo Argüelles, poeta


El regreso a la ciudad no sólo implica una repatriación a la rutina, al ruido, al insomnio y al trabajo a deshoras. Grato es volver para, en los momentos perdidos e inesperados, recalar en los pozos donde uno va saciando su sed. Uno de esos mis pozos es la Librería Pasajes, donde esta tarde me esperaba una sorpresa anunciada.


La Travesía, antología ultramarina (1982-2007), el nuevo libro de Juan Domingo Argüelles, nos da a conocer al poeta y al amante de los libros. Juan Domingo, prolífico autor de libros que hablan de la lectura y del libro, reune sus poemas más queridos en esta antología "para España", que publica impecablemente Renacimiento, en su Colección "Azul".


De sus poemas, selecciono uno que podría servir a modo de lema de la labor que por el fomento y la difusión de la lectura, por un lado, y por la desmitificación del libro y la edición, por otro, con tanto acierto ha venido luchando Juan Domingo durante estos años. El poema se titula "Un libro, este libro, cualquier libro", y viene dedicado Para el lector posible:


Un libro,
sin el pensamiento
y la sensibilidad,
no sirve para nada.

Mucha gente que lee libros
olvida esto, pero tú no lo olvidarás.
Lo importante de un libro
no es el libro en sí,
sino lo que suscita el libro,
lo que sucede, irremediablemente,
después de leer un libro,
este libro, cualquier libro.
Tú que lees libros,
por favor, no lo olvides.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

De regreso de mi "sueño oriental". Entre Venecia y Constantinopla


Los regresos siempre son duros. Mi silencio de estos días es significativo, no logra más que disimular la nostalgia de los días dorados, la melancolía por el retorno, la esperanza ilusionada por volver... Contemplo, como De Amicis, del que ya he hablado en alguna ocasión, la senda que marca el barco en su partida de vuelta: «¡Mi bello sueño oriental ha concluido!», última línea de su maravilloso libro dedicado a una Constantinopla que ya no existe, allá por finales del siglo XIX.


Descubrí Constantinopla gracias a Pamuk, con cuyo Estambul bajo el brazo he disfrutado lo suyo estos días de veraneo, que no de vacaciones, como decía nuestro amigo Constantino Bértolo. La melancolía que a De Amicis le producía la partida le hace acordarse de otro desterrado, de Ovidio, cuyos versos inspiran al italiano: «quocumque auspicias nihil est nisi pontus et aer…». En el frío destierro escribió el poeta las Pónticas. «Adonde quiera que miro, no veo sino mar y cielo el uno, hinchado por las olas».

Constantinopla desaparecía en el horizonte ante la mirada ya nostálgica de De Amicis: «Las dos márgenes de Asia y Europa se reducen a dos tiras negras… Pero la veo todavía a mi querida Constantinopla…». Para un enamorado de esta ciudad, la partida se hace traumática, fuente constante de inspiración: “Más que por la belleza, Constantinopla es una ciudad en que no se puede habitar algún tiempo sin recordarla después por toda la vida con un sentimiento de casi nostalgia. Por eso también los europeos la aman con entusiasmo y echan allí profundas raíces”.

Hago mías las palabras de De Amicis, pero para recordar ahora la impronta que me ha dejado esta cuarta estancia en Venecia. El recuerdo permanecerá vivo, muy vivo, hasta que retorne en un par de años… Comparto con vosotros uno de los tesoros que he traído conmigo: Una postal que nunca escribí, porque al fin mis planes de acercarme a Trieste, ciuadad de Magris, de Zvevo, de Joyce, de tantos..., se vieron truncados por la maldición de aquél que sucumbe ante la poderosa belleza de esta ciudad, que te atrapa y seduce, que te retiene, una vez más… Una postal enviada desde Trieste en 1919, con «recuerdo afectuoso», que recibió alguien en alguna pequeña pensión veneciana… Un afecto que ha permanecido latente desde el 20 de agosto de 1919, como anuncia el matasellos, en forma de recuerdo postal que en su día llegó en tren atravesando la laguna y hoy, tras un viaje en avión, descansa entre los libros de mi biblioteca veneciana.


Con Pamuk viajé de Venecia a Estambul, y de su mano, de la de Amicis y Runciman (su libro sobre la Caída es imprescindible), redescubrí también la Estambul más literaria, Constantinopla, «de día la ciudad más espléndida de Europa, y de noche la ciudad más tenebrosa del mundo». Con Pamuk también descubro nuevas razones para leer, para seguir leyendo y para seguir escribiendo:
«¿Por qué escribo? ¡Escribo porque me sale de dentro! Escribo porque soy incapaz de hacer un trabajo normal como los demás… Escribo no para contar una historia sino para crear una historia. Escribo para librarme de la sensación de que hay un sitio al que debo ir pero al que no consigo llegar, como en un sueño. Escribo porque no consigo ser feliz. Escribo para ser feliz», leo en La maleta de mi padre.
Pamuk me sale al encuentro, además, precisamente estos días, para mí cargados de recuerdos y nostalgias. He comenzado Otros colores y leo en «Mi padre»: «La muerte de cada hombre empieza con la de su padre». Días de nostalgia, días llenos de buena literatura, retorno del laberinto y nuevos comienzos, con proyectos, con la ilusión de volver a tanta belleza…
«Los últimos restos de la neblina se desvanecen, y el tono claro oscuro azulea, resplandece, cabrillea, brilla, ¡es agua, es cristal, es un espejo, es una rada, es un estrecho, es un mar!, ¡ya son dos mares!...».
Días dorados de lecturas y sueños... Seguiremos leyendo, seguiremos soñando.

jueves, 30 de julio de 2009

RUMBO A VENECIA: DESCENSO AL LABERINTO

A punto de embarcarme para mi cuarto viaje a Venecia, leo a Pamuk:

"La grandeza de Venecia no es triste, sino alegre y que me alegra. A uno le gustaría ver, contemplar sin cesar esta asombrosa belleza y, en lugar de comprenderla como un hecho histórico, vivirla, revivirla. Aquí mi primer impulso no es comprender, aprender, ni siquiera descifrar y reflexionar, sino mirar, ver, contemplar..."


Ojos atentos, mirada de niño, capacidad de sorprensa, asombro constante ante tanta belleza que se me anuncia pero a la que hay que aprender a descubrir, desvelar, mirar para contemplar. Goce estético e invitación a la introspección. Días de meditación y revelación. Descenso al laberinto.


Venecia es una mujer que te seduce pero a la que hay que saber amar. Si eres dócil, te lo dará todo. Si eres audaz, te descubrirá su secreto. Si te entregas sin condiciones, no la dejarás nunca.


Hasta la vuelta.

miércoles, 22 de julio de 2009

DE CAFÉS POR VENECIA

Los cafés literarios, esos lugares de la escritura, como nos cuenta el siempre brillante y seductor Claudio Magris, están irremediablemente ligados a la intrahistoria de cientos de escritores, pensadores y literatos que han mal vivido, durante horas, en sus salones, y escrito sobre sus mesas, en tardes soporíferas de espeso café y, antes, denso humo de conversaciones, tertulias y trifulcas.
Fernando Pessoa, Joseph Roth, Stephan Zweig, el propio Claudio Magris han sido habituales pensionados en cafés literarios de Lisboa, Viena, Berlín o Trieste. Un libro que me fascinó y que repasa la historia de los cafés como espacios literarios es el de Antoni Martí, Poética del café. Pero hoy quiero hablar de dos cafés en concreto, que redescubro literariamente gracias al libro de William Dean Howells, en su libro Vida veneciana, del que últimamente no dejo de escribir.
Howells vivió una Venecia ya decadente, que había perdido su brillo y esplendor, precisamente con la caída de la República Serenísima allá por 1859, por culpa del tratado firmado a espaldas de Italia entre Napoleón III y Francisco José de Austria, por el que Venecia quedó en manos austriacas. La presencia de los austriacos no ha quedado como un recuerdo anecdóctico en la vida de los venecianos, sino que su presencia se sigue haciendo notar en el día a día de la ciudad, tanto en la laberíntica numeración de sus casas (numeros rojos sobre campo blanco en elipsis), como en los dulces de sus pastelerías.
En esos años en los que Howells residió en Venecia, 1861-1865, la dominación austriaca se hizo más intensa en las disputas entre Austriacanti e Italianissimi, frecuentadores respectivamente del Café Quadri y del Café Specchi, este último hoy desaparecido. El Quadri, inaugurado en el lejano 1775 por Giorgio Quadri, que lo abrió al público como café turco, otra reminiscencia austriaca, tenía como habituales en su momento a Stendhal, Wagner, Balzac o Proust.
De los cafés de Venecia, brilla con especial luz el Café Florián, el café literario por excelencia, "atestado de turistas de todas las naciones" ya en tiempos de Howells. Inaugurado el 29 de diciembre de 1720, fueron clientes asiduos personajes de la talla de Casanova, Goldoni, Lord Byron, Goethe o Rousseau. El Florián se convirtió en tiempos de la dominación austriaca en el terreno neutral donde los dos bandos hostiles aceptaban encontrarse de forma distendida.
Y es que la esencia del café literario es precisamente su diplomacia, esa "academia donde no se enseña nada, pero se aprenden la sociabilidad y el desencanto". Magris, en su libro Microcosmos, nos invita a conocer su café preferido, el San Marco, de Trieste, pero sus reflexiones sobre su lugar de escritura trascienden lo local para convertirse en una verdadera poética del café como espacio literario. "Entre sus mesas no es posible hacer escuela, crear alineamientos, movilizar seguidores e imitadores, reclutar discípulos. En este lugar del desencanto... no hay sitio para falsos maestros".
Volveré pronto al Florián, a que me sableen con gracia y mucho estilo, y degustar esa sensación única de anonimato, de desarraigo que todo viaje interior tiene, de decadencia al contemplar una Piazza abarrotada de palomas y turistas. Y allí comenzará mi verdadero viaje: "Sentados en el café, se está de viaje; como en el tren, en el hotel o por la calle, uno tiene consigo poquísimas cosas, no se le puede adjudicar a nada ninguna vanidosa marca personal, no se es nadie. En ese anonimato familiar uno puede pasar desapercibido, desembarazarse del yo como de una mondadura".
Si me encuentras en el Florían, no me saludes, posiblemente no sea yo.

martes, 14 de julio de 2009

LA LLAVE DE VENECIA

Me gusta la literatura que se inspira en «ciudades icono». La literatura de viajes y en concreto la dedicada a ciudades emblemáticas ejerce en ciertos lectores una fascinación especial. El género es muy frecuentado por los lectores-escritores que, como Paul Bowles, no se sienten turistas sino viajeros. La clave de todo está en que los lectores-viajeros nos acercamos a estos libros, llegamos a estas ciudades, con los ojos abiertos y el convencimiento de que cuando terminemos la lectura, cuando regresemos de ellas, seremos otras personas, algo habrá cambiado en nuestro interior.


La lectura expectante es lo que provocan libros como Vida veneciana, de Howells (o Constantinopla, de Edmondo De Amicis), que tras la descripción aparentemente prosaica de la vida cotidiana de una ciudad concreta, late toda una sensibilidad y una manera de hacer y vivir la literatura. Una literatura que, como esas ciudades, nos transforma. Por eso hay dos tipos de libros en esto del género «literatura de viajes»: los que se limitan a recopilar rutas, itinerarios y viajes (modelo «de oca a oca y tiro porque me toca», que te deslumbran pero no te conmueven); y aquellos que, por el contrario, te empapan de la idiosincrasia del lugar, provocan un encuentro personal del lector con la ciudad, y te descubren un misterio que se abre al lector atento.
A través de los ojos de Howells, del que apenas disponemos en sus páginas de cuatro pinceladas personales, en su Vida veneciana descubrimos todo un mundo rico en matices, una vida cotidiana llena de belleza, de luz y autenticidad, y a través de esas imágenes, logramos vislumbrar algo de ese misterio de la ciudad, y de paso algo del alma de la persona que nos cuenta todo esto. Otro es el caso del libro del poeta Henri de Régnier (1864-1936) que en Venecia, recientemente publicado por Cabaret Voltaire, y que compila sus Cuentos venecianos (1927) y sus Esbozos venecianos (1906), nos descubre otra imagen de Venecia totalmente distinta a la descrita por Howells.




La Venecia de Régnier es más poética y romántica, está impregnada por el misterio y la intriga, y su lectura nos deja un poso de tristeza y melancolía. Si la invitación de Howells nos lleva a la Venecia de la luz y la vitalidad propia del Gran Canal, la de Régnier nos conduce con pasos silentes por callejones oscuros y jardines ocultos, a la sombra de misterios tenebrosos. Pero en Régnier, como en Howells, late ardiente la fascinación por una ciudad que nos seduce y atrapa:



«Su nombre solo induce al espíritu a ideas de voluptuosidad y melancolía. Decid: "Venecia", y creeréis oír como cristal que se quiebra bajo el silencio de la luna... "Venecia", y es como tela de seda que se rasga en un rayo de sol... "Venecia", y todos los colores se confunden en una tornasolada transparencia. ¿No es un lugar de sortilegio, magia e ilusión?».



De los Esbozos, la parte que más me ha gustado del libro, selecciono «La llave» como el relato con más fuerza, el más redondo e impactante, el más preclaro, que lleva a «tocar» el misterio de esta ciudad. Con un punto esotérico, comprensible para los iniciados en el arte de frecuentar y amar la ciudad de Venecia, la imagen de la llave se erige como el talismán que todos los enamorados de Venecia quisiéramos poseer.


«¡Qué me importa que se me tome por un extranjero! ... Acaso no tengo, en mi bolsillo, mi gran llave negra que me demuestra que soy un verdadero veneciano y que abro la verja de hierro cuya cerradura oxidada, más tarde, hurgaré...». Para todo amante de Venecia, paraíso perdido, la ciudad siempre tendrá un algo de mujer inalcanzable, de misterio nunca descifrable del todo, de gracia inaprensible.


Lo más duro para todo enamorado es saberse siempre extranjero. La llave tiene, por tanto, una carga simbólica de una densidad casi erótica: «cada noche, la gran llave atestigua que no soy, oh Venecia, un vil transeúnte a través de tu belleza, sino alguien prisionero para siempre de su sortilegio, cuyo emblema es esta llave, y que me gusta llevar en la mano como un talismán familiar y como un signo de mi querida cautividad».

jueves, 2 de julio de 2009

VIDA VENECIANA, DE W. D. HOWELLS

Posiblemente ninguna ciudad haya generado tanta literatura, tanta pintura o tanto cine como Venecia. Y posiblemente Vida veneciana, del estadounidense William Dean Howells, sea el punto de partida de los libros de viaje que tienen como centro y destino la ciudad de los canales.Se publicó en 1866 y es la autobiografía veneciana de William Dean Howells, que vivió en la ciudad cuatro años como diplomático, y al que Henry James calificó en el artículo que figura como prólogo del libro como uno de los escritores americanos de mayor encanto y sin duda como uno de sus viajeros más eficientes.


Esa eficiencia nace, antes que de la buena prosa de Howells, de su capacidad observadora, de su mirada aguda y minuciosa, dedicada -como él mismo explica- a observar esta VENECIA, que muestra, con respecto a otras ciudades, la misma grata inverosimilitud que el teatro muestra hacia la vida diaria.



Con la suma de esa mirada atenta a los detalles menores y a los hechos triviales, que son los que de verdad definen el espíritu de la ciudad y el tono de la vida veneciana, y con el indiscutible mérito literario que James elogia en el diplomático, Howells escribe un magnífico texto que va más allá de las convenciones y limitaciones de un libro de viajes. Recuerda su llegada a la ciudad, evoca el invierno veneciano y el comienzo del calor, nos invita a un paseo al amanecer, a la ópera y al teatro, nos introduce en las cenas venecianas y en sus peculiares comensales, habla de un balcón sobre el Gran Canal o de las islas de las lagunas o narra sus visitas a las iglesias y describe sus pinturas.

Y a medida que pasa el tiempo y avanzamos en la fluidez del texto, el viajero va ahondando en el conocimiento de la realidad social veneciana, en el análisis del carácter de sus habitantes, con las peculiaridades de los armenios y los judíos de Venecia, muestra los ciclos festivos de la ciudad, las celebraciones navideñas, los rituales de las bodas o los entierros, antes de cerrar los más de veinte capítulos del libro con el recuerdo de su último año en Venecia, recordado siete años después.



Explicaba Henry James que con las dotes de su autor este libro no tenía muchas probabilidades de estar mal escrito. Ahora lo pone al alcance del lector español Páginas de Espuma en una cuidada edición, traducida por Nuria Gómez Wilmes y anotada oportunamente por Francisco Javier Jiménez.

Santos Domínguez
entrada de Revista Encuentros



William Dean Howells.
Vida veneciana.
Prólogo de Henry James.
Traducción de Nuria Gómez Wilmes.
Edición de Francisco Javier Jiménez.


Páginas de Espuma. Madrid, 2009.

jueves, 18 de junio de 2009

VENECIA EN EL RECUERDO

El verano ya está llamando a la puerta, así que ayer mismo, después de entregar la revisión de los ferros de este nuevo libro, decidí reservar habitación sin más dilación en el Pausania. Volveré a Venecia, por cuarta vez, con el libro en la maleta, a darme un homenaje después de varios meses de trabajo con él. Su traductora, mi amiga Nuria, ya hizo lo propio (y dos veces) hace unos meses, con su familia.


El poder de atracción del libro (que no puedes dejar de leer) es el mismo que produce una ciudad que trasciende el mito y el icono, para convertirse en cita obligada de todos los locos por lo decadente, como John Ruskin, Henry James, Thomas Man, Joseph Brosky, Luchino Visconti o Javier Marías.


Viajero, hispanista, diplomático, poeta y novelista, William Dean Howells recoge en Vida veneciana (Páginsas de Espuma, 2009) sus recuerdos de los dos años en que, en la segunda mitad del siglo xix, residió en Venecia como miembro del cuerpo diplomático estadounidense. En estas páginas, según Henry James, Howells se muestra como uno de los escritores norteamericanos con mayor encanto, gracias a su agudeza y a su vivacidad como observador, y como un viajero sentimental, que nos sirve de guía por los lugares menos conocidos pero más cotidianos de la ciudad de los canales.


Aunque los gloriosos años de la Serenísima República ya han pasado y la ciudad, tras perder su fulgor y su poder, permanece adormilada en manos de la dominación austríaca, aún son muchos los rincones y anécdotas donde late una vida llena de pasión y belleza. El libro está impregnado de cierto tono poético, y por sus mejores pasajes circulan personajes anónimos muy comunes de la vida cotidiana de la ciudad.

Observador incansable y detallista, Howells nos llama la atención hacia gran cantidad de cosas insignificantes que conforman el día a día de una ciudad que no se resiste a olvidar las cosas que hacen que la vida resulte agradable. Howells, según Henry James, está a la altura de Hawthorne, y logra que la literatura sea una parte fascinante de nuestras vidas.

«De la manera más sencilla, sin discursos, sin ostentación ni hipocresías, sino alternando de manera exquisita el humor y la tragedia, Howells consigue reflejar el persistente mutismo de la elocuencia italiana. [...] Howells, en conclusión, es un escritor de descripciones cuyo sentido y perfección, en nuestra opinión, ningún otro escritor americano, excepto Hawthorne, puede reclamar» (Henry James).

martes, 2 de junio de 2009

Wall-e y la vida de los mecheros

Unas líneas sobre La vida íntima de los encendedores: Animismo en la sociedad ultramoderna, del escritor mexicano Ignacio Padilla.

Lo primero que nos desconcierta es su título (no precisamente porque sea largo). Cuando tomo en mis manos el volumen descubro que hay algo que me interpela. El libro suscita en mí cierta inquietud que quizá me pone a la defensiva, en tanto que revela cierto misterio perturbador a desvelar; pero que en cualquier caso, como todo lo siniestro, genera en mí tanta expectación, rubor y atracción como cuando me encuentro con alguien, y no me resisto a abrirlo y comenzar a leer.

Este libro oculta un misterio, alguna de cuyas claves Padilla nos reveló en un libro anterior, El androide y las quimeras, donde sostiene:


«Acaso intercambiamos miradas con un desconocido, leemos con alivio las esquelas de una funeraria o cedemos nuestro sitio en el tranvía a una joven hermosa que sin embargo olvidaremos enseguida. Los borramos para defendernos de la memoria pura. Los ignoramos porque no queremos que todos sean alguien para nosotros. O quizá también porque nos aterra la idea de ser alguien para todos. Los olvidamos, en fin, porque en el fondo sabemos que también el anonimato puede ser un deseo velado de la existencia».

Los otros nos perturban, pero más nos inquieta esta soledad compartida ante las cosas. Para sobrevivir a la mirada expectante de los demás, recurrimos al blando anonimato. Para convivir con el silencio pastoso de las cosas, recurrimos, en cambio, a la fábula animista. Este libro, como toda persona, esconde un misterio que me perturba, y entre sus páginas late una promesa, alienta una vida que me interpela.

Decíamos en otra ocasión que el título del libro es su rostro, su cara. En este libro, tras el título, nos deslumbra la imagen de su cubierta: En el gesto simbólico de este hombre (en la sombra, anónimo, inquietante, promesa de algo, misterio latente) que enciende el cigarrillo a la mujer, en este gesto late la ficción animista: con el cigarrillo entre los dedos, la mujer aguarda a que el mechero literalmente la encienda. La apología del alma de los encendedores bulle en la mente de una parte significativa de la humanidad dispuesta a atribuir vida a los objetos inanimados.

«Contra la evidencia científica y la satanización del pensamiento mal llamado supersticioso –sostiene Padilla– la sociedad contemporánea no acaba de aceptar la extinción del alma de las cosas, de la misma manera en que no puede renunciar a los mecanismos defensivos que nos ofrecen la ficción, la imaginación, la fe, y la sugestión que, como el animismo, alguna vez mostraron su eficiencia para sobrellevar el desconcierto, la tensión, el miedo y la creciente soledad que nos provoca el universo material.«

«Frente a la impasibilidad de las cosas, el hombre moderno acude a la ficción animista, porque la lógica sigue siendo insuficiente para desentrañar los más antiguos misterios que aquellas nos suscitan. Si renunciásemos a creer en la divinidad, en la vida de los objetos o en el alma de los animales quedaríamos indefensos frente a la materia inerte.«

«Hallar vida en un objeto inanimado es más que una indulgente contraversión a los mandatos de la lógica: es la expresión espontánea y necesaria del pasmo que produce la consciencia de la propia finitud, nuestra pírrica rebelión contra el hecho ineluctable de que también nosotros terminaremos por ser cadáveres, pura materia inanimada.«

«Antes que aceptar la soledad cósmica –continúa Padilla–, el pensamiento mágico del hombre ultramoderno prefiere asumir que los objetos están vivos, y así en consecuencia tratarlos o maltratarlos. Nos resistimos a entrar en una madurez refractaria al misterio, todavía rechazamos la idea de que lo otro no está vivo. Deslindar las raíces del cómo, el porqué y el hasta dónde de la avidez animista de la sociedad ultramoderna es lo que anima en el fondo este libro».


En este libro encontrarán la confirmación de cómo esa avidez animista convive, en una especie de «etente cordiale», con nuestro más eficaz y pulcro racionalismo. Entre sus páginas descubrirán porqué nuestros mecheros aparecen y desaparecen en lugares insólitos o acaban en manos aparentemente equivocadas; cómo nuestros calcetines, desparejados siempre, se resisten a sucumbir a nuestra disciplina doméstica; cómo los androides y las muñecas mecánicas han dotado de calor hogareño nuestras más tristes soledades en el pasado; o cómo tiernos y adánicos robots recogedores de basura, a la espera de su particular Eva, llenan los cines con historias casi mudas de futuros apocalípticos.

lunes, 4 de mayo de 2009

El alción y su vuelo: Consideraciones sobre el título de un libro

Hace unas semanas, con ocasión de la celebración de las V Jornadas de la Asociación Española de Personalismo, cuyo lema fue «El giro personalista: del qué al quién», tuve ocasión de compartir con ustedes mis reflexiones personales sobre este libro (El vuelo del Alción: el pensamiento de Julián Marías), notas a las que llamé «Aproximaciones personalistas al oficio de editor». Los que tuvieron la paciencia de leerme recordarán que el objeto de mi argumentación era hacerles entender mi profesión de editor en clave personalista. A tal efecto creo que fui capaz de mostrarles que el resultado de mi tarea no es la de fabricar nada, sino la de producir, provocar y alentar un encuentro, el del lector con el libro, con este libro.


El libro, desde esta perspectiva, no es un qué, sino un quién, y el encuentro que el editor persigue no es el del lector con una cosa; antes al contrario, tenemos que entender dicho encuentro, entre el lector y el libro, en términos de «comunión de personas», en tanto que el primero empatiza y se deja deslumbrar –como en todo encuentro personal– por lo que el autor quiso transmitirle, en forma de libro.

Hoy me presento ante ustedes como lector, como un lector más de este libro que tengo ante mí. En la radical realidad que es mi vida me encuentro, y, en mi lectura, en mi condición de lector, me encuentro en este instante con esta realidad radicada que es este libro. Este acontecimiento, la lectura de este libro, es una circunstancia concreta de mi biografía personal, que me dice cómo se desenvuelve mi vida. Es decir, mi vida, que se articula en una estructura analítica que denominamos vida humana, y que Ortega condensaba en su Yo soy yo y mi circunstancia, se realiza en concreto en una estructura empírica que patentiza la circunstancialidad y singularidad, absolutamente concretas, de mi vida. Mi lectura, como momento biográfico y acción personal que implica mi condición circunstancial, ejemplifica cómo mi vida acontece dramáticamente, y gracias a ello puedo contársela a ustedes: en pocas palabras, me presento ante ustedes leyendo este libro.


Hemos descrito este acontecimiento como un encuentro: el del lector con el libro. En todo encuentro entre personas, lo primero del otro con lo que topamos es su rostro; aunque sea una pequeña fracción de él, nuestra primera impresión de su rostro puede llegar a ser determinante. En un libro, al igual que en una persona, la condición «delante de la cara», es decir, su cubierta, y en concreto, su título, van a ser esenciales. El título es una realidad que existe hacia delante, es intrínsecamente vectorial. Tiene un carácter proyectivo, programático y viviente. Un libro se nos muestra como promesa de algo ya en su título, y nuestro encuentro con sus páginas vendrá determinado por el éxito de su autor o editor a la hora de decidirlo.


Para ejemplificar la importancia de un título a la hora de presentar un libro en sociedad, podemos recordar aquí las peripecias, a principios de los años cuarenta, de una joven recién casada que ultimaba, tras meses intensos de trabajo, hasta las dos o las tres de la madrugada, mano a mano con su marido, en dos viejas máquinas de escribir (una de ellas prestada), un grueso montón de cuartillas que, una vez entregadas a su editor, generaron un serio problema con la censura. Los censores, con el libro en la mano, no pudieron dar el visto bueno a su título original, España como preocupación, porque «Dolores, Franco, España y preocupación» juntos en la cubierta hacían mal efecto. Cuando la política condiciona la cultura, la estética se convierte en cosmética. El título, tras el paso por la censura franquista, se llamó en su primera edición La preocupación de España en su literatura. Un libro, pues, maquillado, como aquellos rostros que, o bien ocultan su defecto, fabricando una ilusión, o bien subrayan su apariencia, seduciendo en busca de una reacción forzada.


El título del libro es su rostro, su cara. En la cara encuentro a la otra persona, y cualquier parte del cuerpo depende fenomenológicamente de ella, es decir, pertenece a aquella persona en concreto. Pues bien, de la misma forma, el título que figura en la cubierta de un libro, localiza a ese libro, es decir, me lo hace presente de una forma concreta. El título es el espejo del libro, el título es el libro mismo, visto, presente. No podemos abusar de la analogía, pero bien es cierto que el autor y su editor se la juegan cuando deciden qué título poner al libro que tienen entre manos, porque va a ser la carta de presentación del mismo para el librero, para el bibliotecario, y en definitiva, para el comprador y el posible lector.

El anhelado encuentro del libro con su lector vendrá determinado, pues, por su cara, por su título, su rostrum, que, como nos explica D. Julián Marías, es el pico de las aves y secundariamente el hocico de los animales. Curiosa esta etimología utilizada por Marías, que nos sale al encuentro en la presentación, precisamente, de este libro.

En el título de nuestro libro hemos recurrido, los autores y el editor, entenderán ustedes que no de manera inocente, al nombre de un ave que Marías elevó a la condición de animal totémico de su pensamiento. En su elección del alción (alcedo atthis o martín pescador) Marías cumplió con una larga tradición, según la cual los filósofos de todos los tiempos han recurrido al reino animal para inspirarse a la hora de desarrollar sus ideas. Con el alción Marías hizo su peculiar contribución a una, si me permiten, rastreable zoo-biografía de la filosofía occidental.


En el Fedro, Platón ya nos describía el alma de los dioses como aquella yunta alada, guiada por su auriga, cuyos caballos son buenos y de buena casta; en cambio, sostiene Sócrates, el alma de los hombres es difícil de gobernar, como aquella pareja de caballos mixta, en la que uno es bueno y hermoso, y el otro, lo contrario.

Maquiavelo, en sus enseñanzas de cómo han de guardar su palabra dada, recomienda a los príncipes utilizar correctamente la bestia que llevan dentro, y elegir entre la zorra y el león. El príncipe no deberá elegir al león, porque no se protege de las trampas, y tampoco a la zorra, que no se protege de los lobos. Deberá, elegir, en cambio, a los dos, de tal manera que para actuar con éxito el príncipe deberá ser zorra para conocer las trampas y león para amedrentar a los lobos.

Locke, en sus deliberaciones sobre lo que es el hombre, recurrió al viejo loro que fue propiedad del príncipe Mauricio, de Nassau, cuando gobernó Brasil; y Nietzsche nos cuenta el encuentro de Zarathustra en el desierto con el camello del espíritu de la veneración y de la humillación, antes de su primera transformación en león, en busca de la libertad.


Ortega, para el logotipo de la editorial Revista de Occidente, recurrió a la lechuza de Minerva, la antigua Palas Atenea, la Virgen, la Diosa de los brillantes y resplandecientes ojos, de mirada viva y penetrante, como la mirada de las pequeñas lechuzas, con las que custodia durante la noche la Acrópolis, en cuyo Partenón se atrevió Fidias a esculpirla; la que había nacido de la propia cabeza de Zeus, con el hacha de bronce de Vulcano por partera; la que inventó la flauta y la danza; la Diosa de la Guerra, a quien dedican el gallo, ave animosa y peleadora; y, por tanto, protectora de la Paz, de la Filosofía y de las Artes. Ortega utilizaba una imagen proveniente de aquella tradición clásica que Hegel había recuperado del olvido al final del prefacio a su Filosofía del Derecho, aunque debido a la falta de precisión científica del filósofo alemán (al utilizar el genérico eule para referirse al bicho de Minerva), y gracias a las desafortunadas mañas de los traductores de su obra al castellano, el animal de marras unas veces ha sido «búho», otras «mochuelo» y la mar de las veces «lechuza».

Julián Marías recurre por primera vez al alción como ave totémica en los años cincuenta, en una conferencia titulada «Ataraxía y alcionismo». El alción adquirirá no sólo la condición, en los años setenta, de nombre y logotipo de la colección de sus Obras Completas en volúmenes individuales, sino además un carácter programático en su pensamiento.


Según el mito clásico, que aparece entre otros en el capítulo XI de Metamorfosis de Ovidio, los «días alciónicos», nos cuenta Marías, eran los siete días anteriores y los siete días posteriores al solsticio de invierno, en los que Zeus ordenaba a los vientos que cesaran de soplar, para que los alciones –Ceyx y Alcyone, víctimas de la cólera de Zeus y Hera– pudieran hacer sus nidos, sin que la tempestad los arrastrara. En medio del invierno, tiempo de tormentas y tempestades, los vientos, durante unos días, se muestran clementes, dejan de soplar, y se hace la calma. Cuando las olas se serenan y permanecen quietas y sosegadas, el alción alza su vuelo y aprovechando esa quietud construye diestramente su nido, pone los huevos y se prepara para hacer frente de nuevo a todas las tormentas.


Para Julián Marías, el mito del alción, «animal totémico de nuestro mundo» (su mundo en aquellos años), se muestra como la culminación de la interpretación activa, lúcida y humana del sosiego, y su vuelo como gesto que dibuja de forma poética el género literario en que el filósofo ensayista expresará su pensamiento.


María Zambrano, en su siempre poliédrico ensayo sobre la Confesión, declaraba que «lo que diferencia a los géneros literarios unos de otros es la necesidad de la vida que les ha dado origen». «No se escribe ciertamente por necesidades literarias –matiza Zambrano– «sino por necesidad que la vida tiene de expresarse». Pues bien, Julián Marías, cuya piel de elefante –como afirmaba Lolita– era impermeable al maquillaje eligió el ensayo, por su serenidad, ajena a tormentas y modas, como el género literario más idóneo para expresar su pensamiento, y de suyo, contarse a sí mismo. Es diciembre de 1956 cuando el vuelo del alción logró plasmar, de forma estética, casi poética, las bases de su labor filosófica, fruto del sosiego y la reflexión pausada, alciónica.




Su labor intelectual siempre ha tenido un carácter de militancia, para lo cual ha sido menester aceptar su inactualidad; en su práctica debió de ir a contrapelo de las vigencias; a pesar de las tormentas, su reflexión estimó lo que verdaderamente parecía estimable y era digno de estima; y desdeñó todo aquello que, por muy elogiado que fuese, en el fondo había que desdeñar por ser inoportuno. Marías ejerció su labor intelectual en términos de vocación y de compromiso, y se atrevió a ser ensayista, pasase lo que pasase –«aunque sea precisamente que no pase nada ni le hagan a uno caso»–.



Esto le llevó a escoger el símbolo del alción como «animal totémico» del filósofo. Muchos años más tarde, a finales de los ochenta, Marías nos aclara en sus Memorias que el animal elegido «no podía ser el gusano de seda, que saca el hilo de sí mismo; ni la avestruz, que oculta la cabeza en la arena, según dicen; ni el toro, que sigue el trapo rojo y va donde el torero quiere que vaya». En los «días alciónicos», «el filósofo debe ser el que hace la calma, se sosiega a sí mismo y procede serenamente en medio de la tormenta; que en el fragor de cualquier hora busca su minuto alciónico».



Por fin, este libro que tengo en mis manos, da la cara para desvelar no sólo el trabajo realizado por este magnífico equipo de estudiosos de la obra de D. Julián Marías, sino el sentido profundo del pensamiento de un filósofo que reclamaba la quietud y el sosiego como la estructura empírica imprescindible de la circunstancialidad del ensayista en acción.


El maestro del ensayo, Michael de Montaigne, al presentar sus Ensayos afirmaba que él mismo era la materia de su libro. En la modesta palabra «ensayo», todo filósofo, como D. Julián, se muestra con la humildad de aquel que sabe que su acercamiento a la realidad tratada será siempre por aproximación, que no hay nada cerrado en lo que plantea, sino un espacio abierto de encuentro y descubrimiento. Lo verdaderamente esencial en cada ensayo no reside en el objeto de que se ocupa, sino más bien, en las preguntas a las que lo somete. Y en ese movimiento pendular, de la realidad radical (su vida, la de D. Julián, como ensayista, mi vida, como lector) a la realidad radicada (este libro), el ensayista se convierte en materia de su propio informe.


Descubramos pues, en este título sugerente, tras el que se esconde, como tras toda cara, un misterio al que se nos reta a descubrir, una verdadera invitación a conocer algo más de la vida y la obra de D. Julián Marías. Y que estas deslavazadas reflexiones mías sirvan para despertar en ustedes la suficiente curiosidad –madre del conocimiento– como para alentarles a su lectura.

jueves, 26 de marzo de 2009

Leer, leerse, leer el mundo

Una de las constantes de los programas de animación a la lectura lanzados en los últimos años por las distintas instituciones públicas y privadas es la de la reivindicación del libro como un objeto semimágico, al que hay que rendirle cierta veneración –ciertamente progresista y atea–, y de la lectura como un fin en sí mismo o como un instrumento para algo. "Leer" siempre aparece entonces acompañado por una carabina, la preposición "para", bajita y contrahecha, que marca una condena pragmatista, inexorable, bola de hierro con cadenas que el lector ha de arrastar en su peregrinar libresco. La lectura queda dignificada, legalizada por tanto, si sirve "para aprender", por ejemplo.

Entre mis manos paladeo estos días el libro de Víctor Bravo, Leer el mundo, que contra este tipo de discursos, reivindica la lectura en su vertiente estética, como una experiencia única e irrepetible. Algunos proclaman la experiencia gozosa del leer, el placer de la lectura, como constatación del ejercicio de la libertad del individuo. De tal manera que, como ya he señalado en anteriores ocasiones, el único lema que debería amparar una campaña de animación a la lectura sería: "si quieres, lee", como bien apunta mi buen amigo Juan Domingo Argüelles. Bravo cimenta metafísicamente el acto radicalmente humano de la lectura, rastreando sus orígenes en la condición o existenciario exclusivo del hombre, "el único animal que mira al cielo": el lenguaje.

"El hombre que habla es, inmediatamente, el hombre que cuenta". La oralidad está en el origen de todo. Y el hombre habla y se cuenta. Somos narradores, pero somos en tanto que somos narrativos, y si quieren, narrables. "La primera condición del lenguaje es la oralidad y el hombre, carne de temporalidad, ser del límite, de la estrechez de lo efímero, hace de lo real el acontecimiento y de su nombrar un contar".

Hablamos, y desbrozamos asombrados al nombrarlo el misterio de lo que tenemos ante nosotros. "Quien lee atiende a la primera apetencia que es la del hombre, la de conocer, pues leer en el libro sobre el mundo deriva en leer el mundo como libro". Al leer, leemos el mundo, y nos leemos/contamos a nosotros mismos. Con todo ello, el lenguaje, según Bravo, adquiere una nueva textura: ya no es aquella "transparencia" que debíamos atravesar para señalar las cosas del mundo; ahora descubrimos que el lenguaje es una "densidad", "una atmósfera donde penetrar, donde sumergirse para la revelación de los enigmas del mundo; y del mundo como enigma".

¿Apetecible, no?


***
Víctor Bravo, Leer el mundo: Escritura, lectura y experiencia estética. veintisieteletras, 2009.

jueves, 5 de marzo de 2009

Tras los pasos del paseante: Walser visto por Sebald

El paseante solitario es una bella aproximación a la vida y la obra del escritor suizo Robert Walser (1878-1956). En esta sociedad de lo efímero por no pesado, de la nanotecnología, de las comunidades virtuales, del amor líquido, en definitiva, en esta sociedad líquida -según la peculiar terminología del sociólogo polaco Zygmunt Bauman- Sebald nos invita una vez más a volver los ojos a la escritura apretada y a lápiz de Walser.
Sus microgramas, escritos a lápiz, que embadurnaron cientos de páginas y papelillos, son metáfora líquida para estos tiempos líquidos. En palabras de Sebald, "todo lo que está en estos libros incomparables tiene tendencia, como quizá hubiese dicho su autor, a evaporarse".
Tiempos difíciles los nuestros para el compromiso, para lograr desbrozar nuestra identidad personal; Sebald nos desvela, más allá de la neurosis que llevó a Walser a pasar sus últimos años de vida en el manicomio de Herisau, la identidad líquida de su autor, que se despersonaliza y diluye en su escritura a lápiz.
"Desde el principio sólo estuvo ligado al mundo de la forma más fugaz", apunta Sebald. Walser se convierte así en un referente indiscutible para esta sociedad líquida: "no era un visionario expresionista que profetizara el fin del mundo, sino... un vidente de lo pequeño"; "sus escenas sólo duran un parpadeo y también a las figuras humanas de su obra se les concede la vida más breve". Escritura callada, anónima, "que rehúsa los grandes gestos". Mi invitación: lean a Walser.
**
El paseante solitario, W.G. Sebald, Siruela, 2007.

lunes, 2 de marzo de 2009

Mentiras y lágrimas

Esta historia es un pequeño tratado de psicología, o más bien, de moral. De hecho, podríamos decir que está construida sobre un eje que vertebra todo el argumento: la mentira. En esta historia mienten todos los personajes: el señor Kampf, antiguo botones y luego empleado del banco de París, se mueve en sociedad -la sociedad parisina decadente de los títulos nobiliarios y de la alta burguesía dedicada a los negocios- con la apariencia y el aparato de un gran señor, pero debe su fortuna a un golpe de suerte en la Bolsa parisina de los años veinte. La señora Kampf, con el boato de una dama de Corte del siglo XVIII, domina la topografía nobiliaria parisina como si sus orígenes fuesen de noble cuna, cuando no deja de ser una antigua dactilógrafa, que sueña con el amor de su vida, aquel hombre que la eleve a las cotas más sublimes de sensualidad. Antoinette Kampf, la hija del matrimonio, es una adolescente víctima del desamor de sus padres, llena de rencor a toda autoridad castradora, descreída hasta de su Dios, y en ese sentido falta de piedad y amor a nada ni a nadie; llevada por ese odio y por la envidia que le suscita el amor de Betty, rompe y arroja al río las invitaciones para el baile; luego calla y mantiene con su silencio la mentira, por omisión. Mis Betty, la profesora de inglés de Antoinette, no va, como afirma, a correos a enviar las invitaciones, sino que se escapa en un taxi en busca de su primo, que no es tal, sino su amante. Miente la señorita Isabelle, la profesora de piano, alardeando de conocimientos de arte de los que carece y que no son suyos. Por fin, miente el personaje elidido de esta novela: la sociedad parisina de los años veinte, llena del oropel vacuo, presa de las apariencias, víctima de la hipocresía y de la doble moral.
***
El baile, Irène Nèmirovsky, Salamandra, 2006.

sábado, 28 de febrero de 2009

El oficio de librero

Dos son las lecciones que he sacado después de leer varias veces las cartas entre Helen y Frank, que desmitifican el a veces hermético y estático amor a los libros y a la lectura en general. Una de ellas es revolucionaria: hay libros buenos y libros malos; los libros buenos se conservan en nuestra biblioteca personal; los libros malos, no se terminan de leer y, simplemente, se tiran. Es más: es muy recomendable hacer "limpiezas" periódicas en nuestras bibliotecas personales, para estar seguros de que lo que conservamos, merece la pena.
No menos revolucionaria -chocante con la mentalidad mercantilista que rodea hoy día el mundo o la industria del libro, en España y en el mundo occidental- es su acercamiento al libro: Helen no lee libros que al menos no tengan ya un tiempo, una intrahistoria. De hecho, Helen no busca sus libros en librerías de nuevo, sino de viejo, y ni siquiera los solicita en su ciudad, sino a un librero de libros antiguos que está en otro país (¡en otro continente!) ¡Y sin internet! La historia de estos dos enamorados de los buenos libros -una compulsiva lectora, ella, un librero profesional, que raya lo sublime, él- nos guarda otras sorpresas.
No dejen de tomar nota a los libros que Helen solicita, entre ellos figura alguna joya -por desgracia sin traducción, aún, al español. La paradoja del mercado: un libro que aboga por la lectura selectiva, comprensiva y comprometida, por la lectura personal, un libro que defiende el oficio, profesional y artesano a la vez, del librero tradicional, y que luchó con dignidad hace un tiempo ya en la mesa de novedades de las cadenas de librerías y hasta en las secciones de libros de las grandes superficies del país, que ahora más que nunca están saturadas de los "demasiados libros" (Gabriel Zaid), cutres y memos. En fin, un claro en el bosque de la mediocridad.
***
84, Charing Cross Road, Helene Hanff, Anagrama, 2002.

sábado, 21 de febrero de 2009

Encuentro del judío Zweig con el viejo Montaigne

"Podemos lamentar no vivir en tiempos mejores, pero no podemos huir del presente".
Esta demoledora reflexión, con la que he topado estos días, no la he encontrado en ningún periódico de tirada nacional, en el discurso soporífero de ningún político; tampoco la he descubierto en boca de ningún sociólogo de turno, mediático, maquillador y cantarín; ni por asomo la he rescatado de ningún anuncio de paparruchas con los que nos bombardea la caja tonta. Este pensamiento, arrojado como una piedra contra el cristal de las apariencias, produce un duro impacto en nuestra conciencia, que despierta como de un sueño apelmazante e hipnótico, en una llamada a la reflexión y a la esperanza. Pero la sentencia de marras no fue escrita precisamente ayer, sino hace ya cinco siglos, por este ahora rescatado en librerías pensador francés, Montaigne, gracias al buen hacer de Jaume Vallcorba y su siempre impecable Acantilado.
Esta sentencia, que nos obliga a situarnos erguidos ante ella para recibir su impacto y su verdad, supuso también un reto personal y biográfico para Stephan Zweig que, en 1942, en su exilio brasileño, se enfrentó a los Ensayos de Montaigne. Pero no como un simple ejercicio literario, sino poniendo en juego mucho más que su intelecto y su buen hacer narrativo: el sentido de su propia vida. Montaigne le arroja también un guante, y Zweig no se arredra, y responde: "uno vive en su propio siglo, aunque no quiera". El autor austriaco ha sido desposeido de su país, de su lengua, de su identidad, de sus amigos, pero no de su capacidad de reflexión y de su voluntad.
1942: el mundo vive una confraglación inabarcable, que nuestra torpe estadística y bibliografía conmemorativa no puede siquiera asumir, sentir, imaginar. De los totalitarismos, de la guerra mundial, del holocausto, de la Shoah... ¿qué nos queda? ¿Qué nos llega? ¿Qué nos toca, el corazón y la inteligencia? Compramos como borregos el best seller de rayas y asistimos emocionados como ladrillos al estreno de la valquiria millonaria... ¿Qué nos jugamos? Nada.
Zweig sufrió la dictadura, la persecución, el exilio, pero su gran reto lo encontró entre las reflexiones de este pensador francés que le interpelaba desde cinco siglos atrás. "Ni siquiera encerrada, el alma puede descansar cuando el país se agita. A través de los muros y las ventanas sentimos las vibraciones de la época; nos podemos permitir una paussa, pero no podemos eludirlas del todo".
A pesar de la distancia y el exilio, Zweig lucha, contra la tiranía y la sinrazón, contra "los dictadores del espíritu que, con arrogancia y vanidad, querían imponer al mundo sus novedades y para quienes la sangre de cientos de miles de hombres nada importaba, con tal de salir victoriosos". La lucha que mantuvo Montaigne la hace suya Zweig, quien ahora, a los que le leemos, nos pasa el testigo. Zweig nos recuerda que Montaigne, "desde lo más profundo de su alma, odiaba a los reformadores profesionales del mundo, a los teóricos y expendedores de ideologías". Han pasado ahora más de sesenta años de estas reflexiones, y el mensaje de Zweig sigue latiendo en nuestras conciencias, para aquellos que creemos en la libertad. Para el austriaco, a pocos meses de su suicidio, Montaigne libró una lucha "por conservar la libertad interior, quizá la lucha más consciente y tenaz que jamás ha librado el hombre".
Sus libros, su obra, sus reflexiones, siguen vivas en nuestras manos, afortunados lectores que disfrutamos con ellas, pero tras estos sus libros late su espíritu y su grito, su llamada una vez más contra las tiranías, las demagogias, las ideologías totalitarias, que siguen presentes en nuestro mundo, con su puño agarrotando nuestras conciencias y nuestra libertad. "Sólo aquel que se mantiene libre frente a todo y a todos, conserva y aumenta la libertad en la tierra". Montaigne late con más fuerza aún en este libro de Zweig, que nos recuerda que lo más difícil del mundo es "vivirse a sí mismo, ser libre y serlo cada vez más".
**
Stephan Zweig, Montaigne, Acantilado, 2008.

viernes, 13 de febrero de 2009

Del qué al quién: Aproximaciones personalistas al oficio de editor

Permítanme compartir con usted una idea: ningún niño quiere ser editor de mayor. Es más, si le preguntamos, no tendrá una idea muy clara de en qué consiste este trabajo, y desde luego, no sabrá que los que nos dedicamos a esto de los libros lo valoramos no en términos de empleo –siempre mal remunerado– sino en términos de tarea y oficio, en definitiva, de vocación. Aún así, el niño con el que hablamos no tendrá muy claro si somos escritores –ya que "hacemos" los libros– o imprenteros –ya que "fabricamos" los libros–. Difícil tarea la del editor, que tiene que dar cuenta, cada día, de las razones de su oficio.
Mi llamada a los libros es tardía. En mis lecturas universitarias logré alcanzar al menos esta certeza: que no soy un tigre y que, por lo tanto, todo lo tengo por hacer, incluso yo mismo. Con los años, aprendí que, puesto que no soy un ángel, no puedo mirar constantemente hacia atrás para lograr dotar de sentido a mi quehacer diario, que muchas veces aparece como una ciudad en ruinas, con tintes apocalípticos. Es más, gracias al maestro Marías, descubrí con cierto alivio, que toda trayectoria vital, personal, tiene su razón de ser en la dirección a la que apunta, y no en la coyuntura vectorial y puntual –siempre biográfica– de la que parte.
Y embargado de ilusión, que no iluso, emprendí hace unos años una nueva trayectoria (¿acaso hay nuevas trayectorias en una vida que se sabe llamada a la autenticidad?, ¿acaso no parten todas de esa realidad radical que es mi vida? ¿acaso no son todas ellas personales?). Esta trayectoria, la de editor, venía a completar otra iniciada, nunca por azar, hacía ya años: la de librero. Un editor que ha sido librero tiene una perspectiva muy peculiar de su oficio: Sabiendo que todo hombre es futurizo, cuánto más este oficio que vive por y para el futuro, no para el presente ni para el pasado. ¿En qué consiste ese futuro? ¿Podemos intuirlo en clave personalista?
Uno de mis maestros en la edición, el italiano Giulio Einaudi, me dio la pista hace años de por dónde habría de trazar la línea de mi trayectoria editorial. Su distinción entre "edición-no" y "edición-sí" supuso todo un descubrimiento para mí. Según Einaudi, a la "edición-no" le preocupa sólo el hoy, invade las librerías con cientos de ejemplares de la última novedad que considera vendible, por frívola que sea. Soporta devoluciones colosales, pero inunda los mostradores de los libreros haciéndoles la vida sumamente difícil. La "edición-sí", en cambio, no publica a ciegas, responde a la edición cultural, trata de englobar cada título en un programa innovador, de que sea una revelación mental, grande o pequeña, la apertura de un nuevo mundo, por minúsculo que sea.
Me permitirán ustedes que marque aquí una línea, que a veces no parece muy clara, entre las dos maneras de afrontar la labor editorial, que responden a la inevitable condición bifronte del libro como mercancía de consumo, por un lado, y objeto cultural, por otro.
La "edición-no" responde a una lógica mercantilista y de rentabilidad que toda editorial tiene y ha de tener en tanto que empresa con ánimo de lucro, algo legítimo en todo empresario que, como persona siempre está por hacer, pero que tiene que comer todos los días. En ese sentido, la "edición-no" responde a la edición de consumo, que aunque puede llevar a cabo una labor de cierta calidad, en contenido y forma, publica sin embargo cualquier cosa que tenga una posibilidad de venta. Su aspiración es la novedad de hoy –que deja de serlo mañana–, la compra por impulso y el best-seller. Para la "edición-no" lo que importa es el mercado de masas, la rentabilidad de cada proyecto, el retorno de la inversión. Los libros son puras mercancías, puros objetos de consumo, analizables en términos estadísticos, volumétricos, algo que responde a kilos y metros cúbicos. Y en definitiva, algo que tiene su razón de ser en los ejemplares vendidos. Estamos en el reino del "qué", donde la finalidad de toda la tarea empresarial es la cuenta de resultados. Y el "qué" de la "edición-no" no deja de ser el "producto" de mercado que pretende vender.
La "edición-sí", en cambio, tiene otro horizonte de sentido. Para Einaudi ésta aspira a lo nuevo, que no a la novedad. Su condición es aventurera, descubridora, oteadora, y en ese sentido, reflexiva, paciente, en definitiva, alciónica. Toda "edición-sí" tiene un marcada vocación de "aggiornamiento" y vertebra su labor en un ligero pero resistente esqueleto, el catálogo, donde diseña y perfila las trayectorias de dicha empresa, sus colecciones, que se alimentan a base de sangre, sudor y lágrimas. Las exigencias del editor-sí con su catálogo vienen determinadas por la vocación a la autenticidad, a la singularidad del proyecto editorial soñado e imaginado por el editor. Por tanto, mientras que las tiradas, por ejemplo, en la "edición-no" vienen supeditadas a las exigencias del editor, que posiciona su "producto" en un mercado de masas, al que quiere llegar intensiva y extensivamente, las de la "edición-sí" vienen calibradas por las exigencias del lector, destinatario final de la labor del editor, lector auténtico y fiel, al que el "editor-sí" conoce bien y al que se dirige selectivamente.
Asistimos aquí, pues, al giro personalista de la edición, del "qué" al "quién", del "mercado" al "lector", o, en términos de marketing, del "producto" al "cliente". Si todo libro es un Jano bifronte, todo editor no deja de ser también un trabajador que ha de reconciliar su labor cultural con su actividad empresarial. No obstante, no podemos caer en el dualismo antropológico y erigir al editor en una especie de apóstol de la edición y de la cultura, que viene a redimir a las masas de su incultura y analfabetismo crónico. El "editor-sí", sin renunciar a su vocación y a su proyecto, su catálogo, vertebrará su labor, de forma estratégica, decidiendo muy bien a qué mercado quiere dirigir su oferta. Porque no hay un solo mercado, sino que el de los libros es un mercado de mercados, o como a los economistas les gusta señalar, de nichos. Evitando el maniqueísmo, respeto la tarea llevaba a cabo por el "editor-no", pero no me puedo identificar con él. Mi vocación, que descubro y confirmo cada día, tiene su dirección marcada no hacia la masa del mercado, sino hacia el lector concreto.
Como me recordaba hace poco un teórico de la economía long-tail (larga cola), el consumidor-medio, en este caso, el lector/comprador-medio no existe, es una entelequia pergeñada por financieros y economistas. Cuando edito he de pensar, pues, en un lector concreto, en una persona, y en las motivaciones que le pueden llevar a elegir mi libro de entre los muchos, cientos, que se exhiben en una mesa de novedades o, la mayoría de las veces, en el estante de la sección correspondiente, con suerte localizable por orden alfabético de autor (apellido, por favor), o por título (inencontrable). Entender mi profesión, pues, en clave personalista, me hace descubrir, no sin cierta tristeza, que el resultado de mi tarea no es la de fabricar nada, sino la de producir, provocar y alentar un encuentro, el del lector con mi libro.
Pero ojo, ya que estamos en clave personalista, el libro tampoco es un qué, sino un quién. El encuentro, al que el editor nunca asiste, no es el del lector con una cosa. No podemos sacralizar al objeto libro, dotándolo de ciertos poderes o de un carácter ontológico que no posee. Eso es beatería del libro, sacralización profana de un objeto destinado a no brillar por sí mismo. Al igual que el editor, el libro ha de llegar a hacerse invisible en el encuentro del lector con el contenido que late tras cada palabra, línea, párrafo y página. Si en la lectura el lector topa y se hace consciente del tipo de letra, del interlineado, del gramaje del papel y del tipo de encuadernación, el libro se hace patente por encima de su contenido, y el editor adquiere un protagonismo al que nunca está llamado. Querido editor: en esta película, el protagonista no eres tú.
Hablaremos, pues, del encuentro entre el lector y el libro en términos de comunión de personas, en tanto que el primero empatiza y se deja deslumbrar –como en todo encuentro personal– por lo que el autor del segundo quiso transmitirle. A ese encuentro el editor nunca asistirá, es un momento íntimo, irrepetible, intransferible. El editor sabrá que su misión está cumplida y que ese encuentro se ha producido cuando, pasados los meses y los años, paseando por sus almacenes, descubra con satisfacción que el volumen de ejemplares de la edición de este último libro, "El vuelo del Alción", se ha reducido considerablemente o, en el mejor de los casos, en el lugar que ocupaba el palet, tan sólo queda una pegatina que recordaba el título y el código de barras de referencia de un libro del que ya no quedan ejemplares.

lunes, 9 de febrero de 2009

La locura de los libros

El protagonista de esta historia reúne la triple condición del desplazado, el outsider y el sospechoso, o en otras palabras, el ser ruso –en un Imperio astrohúngaro que se desploma y se refugia en discursos nacionalistas; el ser judío –en un país cargado de antisemitismo xenófobo; y el vivir sin papeles, porque conrideraba que no los necesitaba. Mendel es un hombre de libros, que no se mete con nadie, y que lleva una vida apacible, cabalística y solitaria, que un buen día se vuelve un elemento peligroso para el sistema. Porque lo que le hace culpable de lesa majestad es confraternizar con el enemigo declarado por medio de una aparentemente inofensiva correspondencia, que a ojos del aparato del Estado, se vuelve como menos sopechosa. Mendel cobra realidad para el sistema totalitario precisamente cuando éste lo despersonaliza y lo reduce a individuo que realiza actividades antipatrióticas. Como nos apunta Villoro, "la frontera es la línea donde la identidad vale menos que su representación". Y efectivamente, escritores de frontera como fueron Walter Benjamin, Joseph Roth o el propio Stephan Zweig, por su prosa militante, de denuncia, se convierten en escritores de frontera, individuos perseguidos por un sistema totalitario que los quiere silenciar, precisamente por lo que representan. Mendel, al igual que su creador, es una persona singular, peligrosa para el funcionario de turno, porque es único e irrepetible, y en ese sentido, impredecible y amenazante: "Todo lo que es único –nos dice Zweig– resulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada vez más uniforme". El sistema totalitario, léase el nazismo o la sociedad de consumo, se lleva mal con las singularidades, con las personas, con la autenticidad. Uno y otro prefieren el trato con la masa, con el consumidor, con las tendencias de mercado. El nazismo envió a las cámaras de gas a aquellos que no se adaptaban a su modelo de sociedad; el capitalismo neoliberal y la sociedad de mercado nos integran a todos en una sociedad que encuentra el sentido de la vida en el consumo. Ahora más que nunca se nos plantea a cada uno de nosotros la pregunta por el sentido de nuestra vida. Todos somos Mendel, de alguna manera, y hemos de preguntarnos: "¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?". La locura de los libros de Alonso Quijano le hace lúcido; en cambio, a Mendel, cuando le quitan sus libros, su pérdida le lleva a la locura y a la idiocia, al definitivo olvido de sí y de su mundo; y lo más sangrante, le devuelve, con su cara desencajada, a modo de espejo, la imagen de irracionalidad que el propio estado totalitario oculta tras sus reflejos de orden y jerarquía. Mendel, el de los libros, pierde su sentido, su razón y su vida, precisamente cuando le quitan sus libros, su único canal de comunicación con sus semejantes, en un mundo que ha perdido su capacidad de diálogo y encuentro con el otro. Zweig, al final de su relato, hace un llamamiento a la deseperada: "Los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido". La lectura sigue siendo revolucionaria y sospechosa, porque nos pone en el disparadero de salir de nosotros mismos para descubrir, asombrarnos y encontrarnos con el otro que no soy yo, contigo.
Stephan Zweig, Mendel el de los libros. Acantilado, 2009. Traducción de Berta Vias Mahou. 64 pp. 9 €

jueves, 29 de enero de 2009

Duelo de titanes, con "Lancaster Herralde" y "Douglas Balcells"

Hace unas semanas tuve ocasión de deleitarme con la exclusiva que la revista Vanity Fair, publicó en papel bajo el título de "Ajuste de cuentas": una entrevista a dúo con Jorge Herralde y Carmen Balcells, dos titanes de la edición en España, que en estas fechas cumplen 40 años de labor profesional. Hacía dos años que no se veían las caras y, en casa de ella, la entrevistadora decide, con buen criterio, no lanzar preguntas, sino dejar hacer... La "superagente literaria", Mamá Grande, hace balance de estos años de duro y apasionante trabajo, en nombre de los dos: "somos dos entusiastas de la supervivencia".
¿Cómo van a afrontar ambos las consecuencias del tsunami de la sobreproducción editorial del último trimestre del 2008 y la tan cacareada crisis del sector, por un lado, y la llegada inminente a España del entorno digital para el libro, por otro? Ambos ya han descubierto sus cartas, o mejor, sus revólveres, y ambos disparan a matar:
"Lancaster Herralde" ha lanzado a bombo y platillo su Biblioteca Anagrama, en quioscos, y a 9,95. Parece que a los libreros no les ha sentado muy bien la tarta de cumpleaños que el super editor independiente les ha preparado para celebrar su cumpleaños, como nos filtraba el otro día Manolo Rodríguez Rivero. Pero esta semana ya ha salido la segunda entrega de la dorada biblioteca, con dos títulos al precio de uno.
Por su parte, "Douglas Balcells" se pasa a lo digital, y lidera un movimiento estratégico hacia la gestión de los derechos digitales de sus autores representados, en una operación que ha cerrado con la plataforma Leer-e. Los e-books, de obras emblemáticas de Gabriel García Márquez, Camilo José Cela o Miguel Delibes, ya están a la venta, a 4,99 del ala. Ella lo tiene muy claro: "es mucho más importante el contenido que el papel".
Parece que estos carrozas de la edición tienen mucha guerra aún que dar, y se pasan al low cost. Para algunos, el año pasado fue el del zafonazo. Para otros, una de pijamas. La película de la temporada, para estos, va de vaqueros, "duelo de titanes". Cuidado con las balas.