Una de las constantes de los programas de animación a la lectura lanzados en los últimos años por las distintas instituciones públicas y privadas es la de la reivindicación del libro como un objeto semimágico, al que hay que rendirle cierta veneración –ciertamente progresista y atea–, y de la lectura como un fin en sí mismo o como un instrumento para algo. "Leer" siempre aparece entonces acompañado por una carabina, la preposición "para", bajita y contrahecha, que marca una condena pragmatista, inexorable, bola de hierro con cadenas que el lector ha de arrastar en su peregrinar libresco. La lectura queda dignificada, legalizada por tanto, si sirve "para aprender", por ejemplo.
Entre mis manos paladeo estos días el libro de Víctor Bravo, Leer el mundo, que contra este tipo de discursos, reivindica la lectura en su vertiente estética, como una experiencia única e irrepetible. Algunos proclaman la experiencia gozosa del leer, el placer de la lectura, como constatación del ejercicio de la libertad del individuo. De tal manera que, como ya he señalado en anteriores ocasiones, el único lema que debería amparar una campaña de animación a la lectura sería: "si quieres, lee", como bien apunta mi buen amigo Juan Domingo Argüelles. Bravo cimenta metafísicamente el acto radicalmente humano de la lectura, rastreando sus orígenes en la condición o existenciario exclusivo del hombre, "el único animal que mira al cielo": el lenguaje.
"El hombre que habla es, inmediatamente, el hombre que cuenta". La oralidad está en el origen de todo. Y el hombre habla y se cuenta. Somos narradores, pero somos en tanto que somos narrativos, y si quieren, narrables. "La primera condición del lenguaje es la oralidad y el hombre, carne de temporalidad, ser del límite, de la estrechez de lo efímero, hace de lo real el acontecimiento y de su nombrar un contar".
Hablamos, y desbrozamos asombrados al nombrarlo el misterio de lo que tenemos ante nosotros. "Quien lee atiende a la primera apetencia que es la del hombre, la de conocer, pues leer en el libro sobre el mundo deriva en leer el mundo como libro". Al leer, leemos el mundo, y nos leemos/contamos a nosotros mismos. Con todo ello, el lenguaje, según Bravo, adquiere una nueva textura: ya no es aquella "transparencia" que debíamos atravesar para señalar las cosas del mundo; ahora descubrimos que el lenguaje es una "densidad", "una atmósfera donde penetrar, donde sumergirse para la revelación de los enigmas del mundo; y del mundo como enigma".
¿Apetecible, no?
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Víctor Bravo, Leer el mundo: Escritura, lectura y experiencia estética. veintisieteletras, 2009.
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