Me gusta la literatura que se inspira en «ciudades icono». La literatura de viajes y en concreto la dedicada a ciudades emblemáticas ejerce en ciertos lectores una fascinación especial. El género es muy frecuentado por los lectores-escritores que, como Paul Bowles, no se sienten turistas sino viajeros. La clave de todo está en que los lectores-viajeros nos acercamos a estos libros, llegamos a estas ciudades, con los ojos abiertos y el convencimiento de que cuando terminemos la lectura, cuando regresemos de ellas, seremos otras personas, algo habrá cambiado en nuestro interior.
La lectura expectante es lo que provocan libros como Vida veneciana, de Howells (o Constantinopla, de Edmondo De Amicis), que tras la descripción aparentemente prosaica de la vida cotidiana de una ciudad concreta, late toda una sensibilidad y una manera de hacer y vivir la literatura. Una literatura que, como esas ciudades, nos transforma. Por eso hay dos tipos de libros en esto del género «literatura de viajes»: los que se limitan a recopilar rutas, itinerarios y viajes (modelo «de oca a oca y tiro porque me toca», que te deslumbran pero no te conmueven); y aquellos que, por el contrario, te empapan de la idiosincrasia del lugar, provocan un encuentro personal del lector con la ciudad, y te descubren un misterio que se abre al lector atento.
A través de los ojos de Howells, del que apenas disponemos en sus páginas de cuatro pinceladas personales, en su Vida veneciana descubrimos todo un mundo rico en matices, una vida cotidiana llena de belleza, de luz y autenticidad, y a través de esas imágenes, logramos vislumbrar algo de ese misterio de la ciudad, y de paso algo del alma de la persona que nos cuenta todo esto. Otro es el caso del libro del poeta Henri de Régnier (1864-1936) que en Venecia, recientemente publicado por Cabaret Voltaire, y que compila sus Cuentos venecianos (1927) y sus Esbozos venecianos (1906), nos descubre otra imagen de Venecia totalmente distinta a la descrita por Howells.
La Venecia de Régnier es más poética y romántica, está impregnada por el misterio y la intriga, y su lectura nos deja un poso de tristeza y melancolía. Si la invitación de Howells nos lleva a la Venecia de la luz y la vitalidad propia del Gran Canal, la de Régnier nos conduce con pasos silentes por callejones oscuros y jardines ocultos, a la sombra de misterios tenebrosos. Pero en Régnier, como en Howells, late ardiente la fascinación por una ciudad que nos seduce y atrapa:
«Su nombre solo induce al espíritu a ideas de voluptuosidad y melancolía. Decid: "Venecia", y creeréis oír como cristal que se quiebra bajo el silencio de la luna... "Venecia", y es como tela de seda que se rasga en un rayo de sol... "Venecia", y todos los colores se confunden en una tornasolada transparencia. ¿No es un lugar de sortilegio, magia e ilusión?».
De los Esbozos, la parte que más me ha gustado del libro, selecciono «La llave» como el relato con más fuerza, el más redondo e impactante, el más preclaro, que lleva a «tocar» el misterio de esta ciudad. Con un punto esotérico, comprensible para los iniciados en el arte de frecuentar y amar la ciudad de Venecia, la imagen de la llave se erige como el talismán que todos los enamorados de Venecia quisiéramos poseer.
«¡Qué me importa que se me tome por un extranjero! ... Acaso no tengo, en mi bolsillo, mi gran llave negra que me demuestra que soy un verdadero veneciano y que abro la verja de hierro cuya cerradura oxidada, más tarde, hurgaré...». Para todo amante de Venecia, paraíso perdido, la ciudad siempre tendrá un algo de mujer inalcanzable, de misterio nunca descifrable del todo, de gracia inaprensible.
Lo más duro para todo enamorado es saberse siempre extranjero. La llave tiene, por tanto, una carga simbólica de una densidad casi erótica: «cada noche, la gran llave atestigua que no soy, oh Venecia, un vil transeúnte a través de tu belleza, sino alguien prisionero para siempre de su sortilegio, cuyo emblema es esta llave, y que me gusta llevar en la mano como un talismán familiar y como un signo de mi querida cautividad».
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