miércoles, 22 de julio de 2009

DE CAFÉS POR VENECIA

Los cafés literarios, esos lugares de la escritura, como nos cuenta el siempre brillante y seductor Claudio Magris, están irremediablemente ligados a la intrahistoria de cientos de escritores, pensadores y literatos que han mal vivido, durante horas, en sus salones, y escrito sobre sus mesas, en tardes soporíferas de espeso café y, antes, denso humo de conversaciones, tertulias y trifulcas.
Fernando Pessoa, Joseph Roth, Stephan Zweig, el propio Claudio Magris han sido habituales pensionados en cafés literarios de Lisboa, Viena, Berlín o Trieste. Un libro que me fascinó y que repasa la historia de los cafés como espacios literarios es el de Antoni Martí, Poética del café. Pero hoy quiero hablar de dos cafés en concreto, que redescubro literariamente gracias al libro de William Dean Howells, en su libro Vida veneciana, del que últimamente no dejo de escribir.
Howells vivió una Venecia ya decadente, que había perdido su brillo y esplendor, precisamente con la caída de la República Serenísima allá por 1859, por culpa del tratado firmado a espaldas de Italia entre Napoleón III y Francisco José de Austria, por el que Venecia quedó en manos austriacas. La presencia de los austriacos no ha quedado como un recuerdo anecdóctico en la vida de los venecianos, sino que su presencia se sigue haciendo notar en el día a día de la ciudad, tanto en la laberíntica numeración de sus casas (numeros rojos sobre campo blanco en elipsis), como en los dulces de sus pastelerías.
En esos años en los que Howells residió en Venecia, 1861-1865, la dominación austriaca se hizo más intensa en las disputas entre Austriacanti e Italianissimi, frecuentadores respectivamente del Café Quadri y del Café Specchi, este último hoy desaparecido. El Quadri, inaugurado en el lejano 1775 por Giorgio Quadri, que lo abrió al público como café turco, otra reminiscencia austriaca, tenía como habituales en su momento a Stendhal, Wagner, Balzac o Proust.
De los cafés de Venecia, brilla con especial luz el Café Florián, el café literario por excelencia, "atestado de turistas de todas las naciones" ya en tiempos de Howells. Inaugurado el 29 de diciembre de 1720, fueron clientes asiduos personajes de la talla de Casanova, Goldoni, Lord Byron, Goethe o Rousseau. El Florián se convirtió en tiempos de la dominación austriaca en el terreno neutral donde los dos bandos hostiles aceptaban encontrarse de forma distendida.
Y es que la esencia del café literario es precisamente su diplomacia, esa "academia donde no se enseña nada, pero se aprenden la sociabilidad y el desencanto". Magris, en su libro Microcosmos, nos invita a conocer su café preferido, el San Marco, de Trieste, pero sus reflexiones sobre su lugar de escritura trascienden lo local para convertirse en una verdadera poética del café como espacio literario. "Entre sus mesas no es posible hacer escuela, crear alineamientos, movilizar seguidores e imitadores, reclutar discípulos. En este lugar del desencanto... no hay sitio para falsos maestros".
Volveré pronto al Florián, a que me sableen con gracia y mucho estilo, y degustar esa sensación única de anonimato, de desarraigo que todo viaje interior tiene, de decadencia al contemplar una Piazza abarrotada de palomas y turistas. Y allí comenzará mi verdadero viaje: "Sentados en el café, se está de viaje; como en el tren, en el hotel o por la calle, uno tiene consigo poquísimas cosas, no se le puede adjudicar a nada ninguna vanidosa marca personal, no se es nadie. En ese anonimato familiar uno puede pasar desapercibido, desembarazarse del yo como de una mondadura".
Si me encuentras en el Florían, no me saludes, posiblemente no sea yo.

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