lunes, 4 de mayo de 2009

El alción y su vuelo: Consideraciones sobre el título de un libro

Hace unas semanas, con ocasión de la celebración de las V Jornadas de la Asociación Española de Personalismo, cuyo lema fue «El giro personalista: del qué al quién», tuve ocasión de compartir con ustedes mis reflexiones personales sobre este libro (El vuelo del Alción: el pensamiento de Julián Marías), notas a las que llamé «Aproximaciones personalistas al oficio de editor». Los que tuvieron la paciencia de leerme recordarán que el objeto de mi argumentación era hacerles entender mi profesión de editor en clave personalista. A tal efecto creo que fui capaz de mostrarles que el resultado de mi tarea no es la de fabricar nada, sino la de producir, provocar y alentar un encuentro, el del lector con el libro, con este libro.


El libro, desde esta perspectiva, no es un qué, sino un quién, y el encuentro que el editor persigue no es el del lector con una cosa; antes al contrario, tenemos que entender dicho encuentro, entre el lector y el libro, en términos de «comunión de personas», en tanto que el primero empatiza y se deja deslumbrar –como en todo encuentro personal– por lo que el autor quiso transmitirle, en forma de libro.

Hoy me presento ante ustedes como lector, como un lector más de este libro que tengo ante mí. En la radical realidad que es mi vida me encuentro, y, en mi lectura, en mi condición de lector, me encuentro en este instante con esta realidad radicada que es este libro. Este acontecimiento, la lectura de este libro, es una circunstancia concreta de mi biografía personal, que me dice cómo se desenvuelve mi vida. Es decir, mi vida, que se articula en una estructura analítica que denominamos vida humana, y que Ortega condensaba en su Yo soy yo y mi circunstancia, se realiza en concreto en una estructura empírica que patentiza la circunstancialidad y singularidad, absolutamente concretas, de mi vida. Mi lectura, como momento biográfico y acción personal que implica mi condición circunstancial, ejemplifica cómo mi vida acontece dramáticamente, y gracias a ello puedo contársela a ustedes: en pocas palabras, me presento ante ustedes leyendo este libro.


Hemos descrito este acontecimiento como un encuentro: el del lector con el libro. En todo encuentro entre personas, lo primero del otro con lo que topamos es su rostro; aunque sea una pequeña fracción de él, nuestra primera impresión de su rostro puede llegar a ser determinante. En un libro, al igual que en una persona, la condición «delante de la cara», es decir, su cubierta, y en concreto, su título, van a ser esenciales. El título es una realidad que existe hacia delante, es intrínsecamente vectorial. Tiene un carácter proyectivo, programático y viviente. Un libro se nos muestra como promesa de algo ya en su título, y nuestro encuentro con sus páginas vendrá determinado por el éxito de su autor o editor a la hora de decidirlo.


Para ejemplificar la importancia de un título a la hora de presentar un libro en sociedad, podemos recordar aquí las peripecias, a principios de los años cuarenta, de una joven recién casada que ultimaba, tras meses intensos de trabajo, hasta las dos o las tres de la madrugada, mano a mano con su marido, en dos viejas máquinas de escribir (una de ellas prestada), un grueso montón de cuartillas que, una vez entregadas a su editor, generaron un serio problema con la censura. Los censores, con el libro en la mano, no pudieron dar el visto bueno a su título original, España como preocupación, porque «Dolores, Franco, España y preocupación» juntos en la cubierta hacían mal efecto. Cuando la política condiciona la cultura, la estética se convierte en cosmética. El título, tras el paso por la censura franquista, se llamó en su primera edición La preocupación de España en su literatura. Un libro, pues, maquillado, como aquellos rostros que, o bien ocultan su defecto, fabricando una ilusión, o bien subrayan su apariencia, seduciendo en busca de una reacción forzada.


El título del libro es su rostro, su cara. En la cara encuentro a la otra persona, y cualquier parte del cuerpo depende fenomenológicamente de ella, es decir, pertenece a aquella persona en concreto. Pues bien, de la misma forma, el título que figura en la cubierta de un libro, localiza a ese libro, es decir, me lo hace presente de una forma concreta. El título es el espejo del libro, el título es el libro mismo, visto, presente. No podemos abusar de la analogía, pero bien es cierto que el autor y su editor se la juegan cuando deciden qué título poner al libro que tienen entre manos, porque va a ser la carta de presentación del mismo para el librero, para el bibliotecario, y en definitiva, para el comprador y el posible lector.

El anhelado encuentro del libro con su lector vendrá determinado, pues, por su cara, por su título, su rostrum, que, como nos explica D. Julián Marías, es el pico de las aves y secundariamente el hocico de los animales. Curiosa esta etimología utilizada por Marías, que nos sale al encuentro en la presentación, precisamente, de este libro.

En el título de nuestro libro hemos recurrido, los autores y el editor, entenderán ustedes que no de manera inocente, al nombre de un ave que Marías elevó a la condición de animal totémico de su pensamiento. En su elección del alción (alcedo atthis o martín pescador) Marías cumplió con una larga tradición, según la cual los filósofos de todos los tiempos han recurrido al reino animal para inspirarse a la hora de desarrollar sus ideas. Con el alción Marías hizo su peculiar contribución a una, si me permiten, rastreable zoo-biografía de la filosofía occidental.


En el Fedro, Platón ya nos describía el alma de los dioses como aquella yunta alada, guiada por su auriga, cuyos caballos son buenos y de buena casta; en cambio, sostiene Sócrates, el alma de los hombres es difícil de gobernar, como aquella pareja de caballos mixta, en la que uno es bueno y hermoso, y el otro, lo contrario.

Maquiavelo, en sus enseñanzas de cómo han de guardar su palabra dada, recomienda a los príncipes utilizar correctamente la bestia que llevan dentro, y elegir entre la zorra y el león. El príncipe no deberá elegir al león, porque no se protege de las trampas, y tampoco a la zorra, que no se protege de los lobos. Deberá, elegir, en cambio, a los dos, de tal manera que para actuar con éxito el príncipe deberá ser zorra para conocer las trampas y león para amedrentar a los lobos.

Locke, en sus deliberaciones sobre lo que es el hombre, recurrió al viejo loro que fue propiedad del príncipe Mauricio, de Nassau, cuando gobernó Brasil; y Nietzsche nos cuenta el encuentro de Zarathustra en el desierto con el camello del espíritu de la veneración y de la humillación, antes de su primera transformación en león, en busca de la libertad.


Ortega, para el logotipo de la editorial Revista de Occidente, recurrió a la lechuza de Minerva, la antigua Palas Atenea, la Virgen, la Diosa de los brillantes y resplandecientes ojos, de mirada viva y penetrante, como la mirada de las pequeñas lechuzas, con las que custodia durante la noche la Acrópolis, en cuyo Partenón se atrevió Fidias a esculpirla; la que había nacido de la propia cabeza de Zeus, con el hacha de bronce de Vulcano por partera; la que inventó la flauta y la danza; la Diosa de la Guerra, a quien dedican el gallo, ave animosa y peleadora; y, por tanto, protectora de la Paz, de la Filosofía y de las Artes. Ortega utilizaba una imagen proveniente de aquella tradición clásica que Hegel había recuperado del olvido al final del prefacio a su Filosofía del Derecho, aunque debido a la falta de precisión científica del filósofo alemán (al utilizar el genérico eule para referirse al bicho de Minerva), y gracias a las desafortunadas mañas de los traductores de su obra al castellano, el animal de marras unas veces ha sido «búho», otras «mochuelo» y la mar de las veces «lechuza».

Julián Marías recurre por primera vez al alción como ave totémica en los años cincuenta, en una conferencia titulada «Ataraxía y alcionismo». El alción adquirirá no sólo la condición, en los años setenta, de nombre y logotipo de la colección de sus Obras Completas en volúmenes individuales, sino además un carácter programático en su pensamiento.


Según el mito clásico, que aparece entre otros en el capítulo XI de Metamorfosis de Ovidio, los «días alciónicos», nos cuenta Marías, eran los siete días anteriores y los siete días posteriores al solsticio de invierno, en los que Zeus ordenaba a los vientos que cesaran de soplar, para que los alciones –Ceyx y Alcyone, víctimas de la cólera de Zeus y Hera– pudieran hacer sus nidos, sin que la tempestad los arrastrara. En medio del invierno, tiempo de tormentas y tempestades, los vientos, durante unos días, se muestran clementes, dejan de soplar, y se hace la calma. Cuando las olas se serenan y permanecen quietas y sosegadas, el alción alza su vuelo y aprovechando esa quietud construye diestramente su nido, pone los huevos y se prepara para hacer frente de nuevo a todas las tormentas.


Para Julián Marías, el mito del alción, «animal totémico de nuestro mundo» (su mundo en aquellos años), se muestra como la culminación de la interpretación activa, lúcida y humana del sosiego, y su vuelo como gesto que dibuja de forma poética el género literario en que el filósofo ensayista expresará su pensamiento.


María Zambrano, en su siempre poliédrico ensayo sobre la Confesión, declaraba que «lo que diferencia a los géneros literarios unos de otros es la necesidad de la vida que les ha dado origen». «No se escribe ciertamente por necesidades literarias –matiza Zambrano– «sino por necesidad que la vida tiene de expresarse». Pues bien, Julián Marías, cuya piel de elefante –como afirmaba Lolita– era impermeable al maquillaje eligió el ensayo, por su serenidad, ajena a tormentas y modas, como el género literario más idóneo para expresar su pensamiento, y de suyo, contarse a sí mismo. Es diciembre de 1956 cuando el vuelo del alción logró plasmar, de forma estética, casi poética, las bases de su labor filosófica, fruto del sosiego y la reflexión pausada, alciónica.




Su labor intelectual siempre ha tenido un carácter de militancia, para lo cual ha sido menester aceptar su inactualidad; en su práctica debió de ir a contrapelo de las vigencias; a pesar de las tormentas, su reflexión estimó lo que verdaderamente parecía estimable y era digno de estima; y desdeñó todo aquello que, por muy elogiado que fuese, en el fondo había que desdeñar por ser inoportuno. Marías ejerció su labor intelectual en términos de vocación y de compromiso, y se atrevió a ser ensayista, pasase lo que pasase –«aunque sea precisamente que no pase nada ni le hagan a uno caso»–.



Esto le llevó a escoger el símbolo del alción como «animal totémico» del filósofo. Muchos años más tarde, a finales de los ochenta, Marías nos aclara en sus Memorias que el animal elegido «no podía ser el gusano de seda, que saca el hilo de sí mismo; ni la avestruz, que oculta la cabeza en la arena, según dicen; ni el toro, que sigue el trapo rojo y va donde el torero quiere que vaya». En los «días alciónicos», «el filósofo debe ser el que hace la calma, se sosiega a sí mismo y procede serenamente en medio de la tormenta; que en el fragor de cualquier hora busca su minuto alciónico».



Por fin, este libro que tengo en mis manos, da la cara para desvelar no sólo el trabajo realizado por este magnífico equipo de estudiosos de la obra de D. Julián Marías, sino el sentido profundo del pensamiento de un filósofo que reclamaba la quietud y el sosiego como la estructura empírica imprescindible de la circunstancialidad del ensayista en acción.


El maestro del ensayo, Michael de Montaigne, al presentar sus Ensayos afirmaba que él mismo era la materia de su libro. En la modesta palabra «ensayo», todo filósofo, como D. Julián, se muestra con la humildad de aquel que sabe que su acercamiento a la realidad tratada será siempre por aproximación, que no hay nada cerrado en lo que plantea, sino un espacio abierto de encuentro y descubrimiento. Lo verdaderamente esencial en cada ensayo no reside en el objeto de que se ocupa, sino más bien, en las preguntas a las que lo somete. Y en ese movimiento pendular, de la realidad radical (su vida, la de D. Julián, como ensayista, mi vida, como lector) a la realidad radicada (este libro), el ensayista se convierte en materia de su propio informe.


Descubramos pues, en este título sugerente, tras el que se esconde, como tras toda cara, un misterio al que se nos reta a descubrir, una verdadera invitación a conocer algo más de la vida y la obra de D. Julián Marías. Y que estas deslavazadas reflexiones mías sirvan para despertar en ustedes la suficiente curiosidad –madre del conocimiento– como para alentarles a su lectura.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Julián Marías estará muy orgulloso de este trabajo porque tiene belleza y originalidad, está muy bien escrito. Además contiene una temática de la que se ha hablado poco.