El protagonista de esta historia reúne la triple condición del desplazado, el outsider y el sospechoso, o en otras palabras, el ser ruso –en un Imperio astrohúngaro que se desploma y se refugia en discursos nacionalistas; el ser judío –en un país cargado de antisemitismo xenófobo; y el vivir sin papeles, porque conrideraba que no los necesitaba. Mendel es un hombre de libros, que no se mete con nadie, y que lleva una vida apacible, cabalística y solitaria, que un buen día se vuelve un elemento peligroso para el sistema. Porque lo que le hace culpable de lesa majestad es confraternizar con el enemigo declarado por medio de una aparentemente inofensiva correspondencia, que a ojos del aparato del Estado, se vuelve como menos sopechosa. Mendel cobra realidad para el sistema totalitario precisamente cuando éste lo despersonaliza y lo reduce a individuo que realiza actividades antipatrióticas. Como nos apunta Villoro, "la frontera es la línea donde la identidad vale menos que su representación". Y efectivamente, escritores de frontera como fueron Walter Benjamin, Joseph Roth o el propio Stephan Zweig, por su prosa militante, de denuncia, se convierten en escritores de frontera, individuos perseguidos por un sistema totalitario que los quiere silenciar, precisamente por lo que representan. Mendel, al igual que su creador, es una persona singular, peligrosa para el funcionario de turno, porque es único e irrepetible, y en ese sentido, impredecible y amenazante: "Todo lo que es único –nos dice Zweig– resulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada vez más uniforme". El sistema totalitario, léase el nazismo o la sociedad de consumo, se lleva mal con las singularidades, con las personas, con la autenticidad. Uno y otro prefieren el trato con la masa, con el consumidor, con las tendencias de mercado. El nazismo envió a las cámaras de gas a aquellos que no se adaptaban a su modelo de sociedad; el capitalismo neoliberal y la sociedad de mercado nos integran a todos en una sociedad que encuentra el sentido de la vida en el consumo. Ahora más que nunca se nos plantea a cada uno de nosotros la pregunta por el sentido de nuestra vida. Todos somos Mendel, de alguna manera, y hemos de preguntarnos: "¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?". La locura de los libros de Alonso Quijano le hace lúcido; en cambio, a Mendel, cuando le quitan sus libros, su pérdida le lleva a la locura y a la idiocia, al definitivo olvido de sí y de su mundo; y lo más sangrante, le devuelve, con su cara desencajada, a modo de espejo, la imagen de irracionalidad que el propio estado totalitario oculta tras sus reflejos de orden y jerarquía. Mendel, el de los libros, pierde su sentido, su razón y su vida, precisamente cuando le quitan sus libros, su único canal de comunicación con sus semejantes, en un mundo que ha perdido su capacidad de diálogo y encuentro con el otro. Zweig, al final de su relato, hace un llamamiento a la deseperada: "Los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido". La lectura sigue siendo revolucionaria y sospechosa, porque nos pone en el disparadero de salir de nosotros mismos para descubrir, asombrarnos y encontrarnos con el otro que no soy yo, contigo.
Stephan Zweig, Mendel el de los libros. Acantilado, 2009. Traducción de Berta Vias Mahou. 64 pp. 9 €
1 comentario:
Muy bien escrito este post! Me dan ganas de comprar el libro!mw lo apunto. Un saludo fFrancisco :)
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