Estos días he recalado en la lectura de una de esas perlas editoriales que de vez en cuando se encuentra uno paseando de librerías. Esos paseos, marcados por lo impredecible, llegan a ser fructíferos si uno está dispuesto con ánimo aventurero, y con los sentidos atentos a cualquier mínimo detalle que le ponga en la pista de una buena cacería.
El flâneur, amigo de lo anecdótico, lo mínimo, el detalle, lo imprevisto, los recobecos, la dirección única, los encuentros fortuitos, no está reñido con el espíritu despierto, con la mirada atenta, con la sensibilidad a los dedos, a la caza de una cubierta llamativa (cada vez más difíciles de encontrar), un texo de contra sugerente (rara avis más difícil aún), un índice, si lo hay, convincente, y una mínima cata lectora fructífera, gratificante.
Mucha incursiones de paseante errático en busca de lectura me hacen recalar en mis caladeros habituales en Madrid:
Rafael Alberti,
Pasajes,
Polifemo,
Machado... En uno de mis desvíos por librerías -uno siempre anda de desvíos por la vida, intentando retomar las distintas trayectorias perdidas- calló en mis manos una de esas perlas,
En defensa de los ociosos, de R.L. Stevenson (Gadir, 2009, en traducción de Carlos García Simón), un librillo de los de compra por impulso, ahí, inocentemente colocado por el librero junto a la caja registradora, esos de los que te percatas justo cuando te estás llendo de la librería con las manos vacías, oportunidad de gracia para todo visitante que no se resiste a marchar con las manos vacías de un lugar (cueva del pensamiento, morada de la imaginación) que, como la librería, nos ha acogido con mino durante varias decenas de minutos.
Ya no tanto por sus páginas, un suspiro, como por su invitación politicamente incorrecta a la gasconada, el librito se deja leer de un tirón, dejando un buen sabor de boca, por lo que tiene de provocador, de contracorriente, de actual, de plantado. Una muestra: "Además de la lectura, hay muchas otras cosas que resultan moletas, y no pocas que se vuelven imposibles, en el momento en que un hombre ha de usar anteojos y no puede caminar ya sin bastón. Los libros son, a su manera, beneficiosos, pero no dejan de ser un pálido sustituto de la vida".
Toda una petición de principios que se ajusta poco con la moralina que destilan tantos planes de fomento a la lectura de muchos gobiernos que se empeñan en hacer de la lectura una especie de religión, de obligación, y que al libro dotan de ciertos poderes mágico-tránticos. La lectura no puede ser un absoluto, sobre todo en una vida, como la nuestra, trasunta de biografía (no toda lectura recala de la misma manera en las distintas etapas de la vida) y marcada por la transitoriedad (nuestro tiempo es finito, y aunque la lectura y los libros nos acercan intuitivamente a la inmortalidad, no dejan también de recordarnos lo efímero de nuestra vida).
Aún así, la lectura de estas líneas me ha hecho reflexionar estos días sobre mi profesión, la de editor, que tiene mucho que ver con lo que insinúa Stevenson, pero a la contra. Para alguien cuya profesión se desenvuelve siempre entre libros y lecturas, entre imprentas y librerías, entre autores y editores, palabra viva que florece en unos para germinar en otros, letra impresa (papeles pintados, dice un buen amigo mío) y vida se funden irremediablemente en un mismo bucle. De tal forma que la profesión se convierte en oficio artesano que al crear (que no fabricar) libros me conforma y rediseña día a día como persona.
Entiendo mi oficio en clave personal, o mejor, personalista. Este oficio se vuelve quehacer de artesano, tiene mucho de proyecto vital, donde lectura y biografía se confunden, donde la edición se vive como vocación, llamada a ser algo distinto que me trasciende, acercamiento diario a algo que se intuye pero que nunca se llega a alcanzar. Lo cual no genera frustración, sino constante necesidad de seguir avanzando, en busca de esa melodía donde palabras y formas se acompasen mejor. Oficio artesano que tiene mucho de orfebre, de cincelador, de escultor, de pintor puntillista.
El de editor es además un oficio personal futurible, en tanto que de forma espectante aborda su quehacer mirando siempre hacia delante, al futuro próximo, puestas sus esperanzas y quebraderos de cabeza en el siguiente libro por venir. El editor no se gira nunca hacia la ruina del pasado, cual
Angelus novus, un pasado lleno de sinsabores, duermevelas, devoluciones, fracasos, sino que, con la ilusión de un niño, mira siempre hacia adelante, huyendo de la sal que le petrifique su fuerza vital, su entusiasmo, su idea originaria, esa de la que surge todo y a la que todo regresa.
Hago mías, entonces, las palabras de otro editor, que sabe describir mejor que yo esa fuerza que día a día hace de tripas corazón y me permite seguir, con la misma ilusión que siempre, esta tarea que es vida, este oficio que es pasión, esta condena que es dicha:
"Ser editor no es solamente poseer un
savoir faire y el recuerdo de ciertas enseñanzas. Consiste, en primer lugar, en manifestar un "querer hacer", aliado con un querer soñar. Es también en ocasiones un "saber sobrevivir". Digamos más sencillamente que es tener un ápice de esa locura que
Bourdalouse llamaba
aheurtement, o si se prefiere: ser más obstinado que una mula". Las palabras son de
Hubert Nyssen, en su libro
La sabiduría del editor, publicado por Trama Editorial, en traducción de A. Cabrera Granados. Me quedo con la idea: editor, oficio de mulas.